La opera prima poética Vivir es tu tarea de Iria Fernández Silva-qué acierto tuvo tu padre cuando te lo recordó- es un testamento existencial para que nos detengamos y reflexionemos; nos paremos no para trazar el camino sino que comencemos a ser caminantes con mirada límpida hacia ese horizonte sin que conozcamos el final. Tiempo ha que no leía poesía, por eso estoy como arrobado ante tanta sapiencia interior con que Iria nos sumerge con esos versos que escribe «para tildar una a una las vocales que apenas se escuchan en los nuevos tiempos». La entrega poética se realiza por «no saber qué hacer con el aire que se cuela / entre las llagas de las tildes, comas y apóstrofes«. ¡Qué bien! ¿Se puede decir mejor cuando queremos adentrarnos en los porqués?
Glorioso el libro que hoja tras hoja se desliza hacia un horizonte viviente al observar cada uno de los versos. El recuerdo de que «somos tiempo abocado a la ceniza» nos sobrecoge y miramos para otra parte, pero nos aprisiona, nos delata, lo llevamos a cuesta, no quiere dejarnos. El comienzo de la segunda parte: «Perdón / Amé. Sin noticias de yo» con una nota a pie de página («Perdóname por ir ocultándote en todos los alientos de tu nombre / por hacerte creer que queda tiempo para recuperarnos / sabiendo que la noche ya no dio más tregua a nuestro resultado enérgico / de las caricias») resplandece la sinceridad, el yo arrebatador. Esta parte del libro nos enmudece (somos silentes y nos preguntamos , ¿por qué a mí?).
«Mirarse a los ojos, ampliar la sonrisa / y de vuelta a sonreír / Si esta última propuesta cansa, / no dejar de utilizar el cuerpo». Todo un alarde; es volver al origen por si nos desviamos. Varias veces he leído el poema «Esculturas»; cada vez hallo una migaja más de sentimiento. Los trazos son tan perfectos que nos imbuimos. Vaya, por ejemplo, «él la modela / con salientes y prosas incluidos. / Ella se persigna ante su columna vertebral». Por si faltaba poco lanza al aire «Toda yo creía en el amor. / Me obstinaba en creer en el amor». Un destejer que apuntala, pero que anonada, cuando antes había escrito el dístico «Ahora vuelvo, no discurras más / en mi ausencia». Bajó, y una vez saboreado el polen de la amapola regresó «hasta tu cuarto…/ y nos coseremos los párpados». Toda una dicha que nos somete.
En el poema «De vuelta a casa» se arrinconan muchas verdades de las que huimos y no queremos comentar, preferimos el silencio, tal vez, para no molestar o no sincerarnos: «La cama está cansada del peso de unas sábanas / vacías, / sin roces ni caricias. Son viejas / y en ellas están escritos los versos de la última noche / en la que dormimos dándonos la espalda».
Y así, verso a verso, Iria escancia su yo hecho carne y sabiduría para, otra vez, refrescarnos la memoria en su último poema «La ruta elegida» («Cuando te detengas / a cariciar un detalle en la pared que duele. Cuando no te reflejes ya ni en los cristales…»). Es la existencia que nos devuelve y nos recuerda la ya clásica pindariana: «sé tú». ¿Qué más podemos hacer?
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