Novela

Antagonía de Luis Goytisolo

Aunque solo hubiera escrito Luis Goytisolo la tetralogía, ahora compendiada en un solo tomo por la editorial Cátedra, es más que suficiente para que recibiera el Premio Nobel de literatura; allá por los finales de los años ochenta su nombre fue venteado para que se le otorgara, una vez terminado el último tomo Teoría del conocimiento (1981).

Se hayan leído o no las novelas, conviene antes leerse el epílogo de Gonzalo Sobejano, crítico literario donde los haya; su nombre ha quedado para la historia literaria como un referente sin que haya brizna que se oponga, claro, si antes se han leído las numerosísimas críticas. En esta publicación se sumerge con el título que sirve de epílogo «Antagonía, gran teatro del mundo», pág. 1383. Ya en las primeras líneas deja claro su pensamiento: «la construcción de un edificio novelesco articulado en cuatro unidades autónomas aunque interrelacionadas», que se desgranan en la «historia», la «escritura», la «lectura» y «el pensamiento» por orden de publicación (1972, 1976, 1978 y 1981). O también «en la composición de las partes los elementos de la naturaleza (tierra, agua, fuego, aire)». Acorde con el título se atreve a pensar que «un teatro del mundo es la tetralogía». Una vez terminada la lectura es tu decisión si estás de acuerdo con esa idea.

También conviene leer el Prólogo para que sepas los pormenores, la acogida, las diversas ediciones, la intemporalidad, historicidad de su recepción, su belleza expresiva, lo alegórico, entorno generacional, la singularidad narrativa, variantes y ecos de un sistema policéntrico, trama del conocimiento. En las primeras páginas se nos hace un recorrido por el itinerario de la crítica y su buena acogida desde el principio. No podían faltar la de críticos tan deslumbrantes como Rafael Conte en la revista Ínsula, en el número de julio-agosto de 1985: «el mejor de nuestros narradores». De Gonzalo Sobejano: «Luis Goytisolo se sitúa en el linaje de los alegóricos, desde Dante, Calderón y Gracián hasta James Joyce». Darío Villanueva : » Mil cien páginas de literatura en estado puro». Luis María Anson: «estamos ante un novelista de excepción que deja para la posteridad una de las creaciones literarias del siglo XX». Luis Suñén: «un novelista tan dominador como inteligente, de un escritor excepcional, de un escritor, en gran medida, único».

Más allá de la polifonía, ante las diversas voces, subyace una realidad histórico-social que nos apabulla y nos insta al conocimiento; esta actitud crítica prevalece en todo momento, inserta en un testimonio en el que la belleza expresiva nos conduce a la reflexión con su singular creación literaria, de ahí que al autor no se le pueda encajar con denominaciones con una generación concreta. Nos podemos preguntar si la tetralogía puede separarse; es decir, si podemos comenzar por la cuarta y después ir a la primera. Personalmente, creo que sí, si lo que se pretende es imbuirte en unos aconteceres que se pueden separar, porque no podemos olvidar que estamos ante un bisturí ante la sociedad catalana en años distintos. En esta relectura, comencé con el último Teoría del conocimiento porque lo recordaba como más nítido, más esclarecedor porque lo que realmente me venía a la mente era una la prosa más lúcida como acto creador. El protagonista se hace escritor; es decir, lo que había deseado. No lejos de lo que pensó el autor: «sus líneas maestras cristalizaron en cuestión de pocas horas algún día de mayo de 1960». También podemos acercarnos a la novela como un todo cuando damos por finalizados las cuatro partes.

El peregrinaje que hizo el autor es como una invitación a que tú también lo hagas, en este caso con delectación; no es posible de otra manera, como también realiza Gonzalo Sobejano en su magistral epílogo. En sus palabras estamos ante «la biografía de un hombre, narrada en tercera persona, que en las últimas páginas se entrega a sus primeras experiencias literarias»…., se podría decir que Recuento es la biografía de un hombre (…). Los verdes nos ofrece la vida cotidiana de ese hombre que ya escribe, mezclada a sus notas, a sus recuerdos, a sus sueños, a sus textos. El Aquiles es el libro que tal vez desoriente más al principio (…), el relator ya no es Raúl, ni en tercera persona ni en primera sino una antigua amante (…). El Aquiles es una obra dedicada a Raúl; es como la tierra vista desde la luna (…). Teoría del conocimiento es la obra de Raúl», págs. 32-33. Con estas premisas es más fácil entender el entramado.

La primera, Recuento, es la más extensa-quizá demasiado-; en 1960 » empezó a gestarse», en mayo, en una prisión en donde estaba el autor; muchos años contemplan esta tetralogía; tal vez, el autor, no quiere desprenderse de todo lo que vio, pensó o imaginó («Cuando salieron a la calle todavía sonaba algún cañonazo lejano, algún disparo perdido. Habían abierto las ventanas de par en par…»); la evocación de la «guerra civil» es nítida. El novelista comienza en esos años tan luctuosos y llenos de muerte, entre otros, la de su madre, para proseguir en esta la primera parte con una radiografía en dónde estamos y las ideas que marcarán en la sociedad. Un dato que no puede pasar desapercibido es la referencia al himno de la Falange Española «Cara al sol» con ese verso que se hizo popular «Volverán banderas victoriosas». El entorno es esclarecedor. La dualidad azul-rojo distinguía el pensamiento de las personas. En las primeras líneas de la segunda parte ya se nos advierte del lugar en el que nos vamos a desenvolver: «Durante todo el mes se rezaba el rosario en la capilla». Y claro, el recuerdo del mes de mayo dedicado a la Virgen: «Con flores a María...». Como estamos en Cataluña el término «roses d`abril» es muy significativo al hacer referencia a la Virgen de Montserrat. También aparece ya el nombre, el personaje capital, Raúl. Es la trayectoria de Raúl Ferrer, con más nitidez su biografía («mientras Raúl, sentado frente por frente, miraba las colinas plateadas, las viñas, los cerezos, cargados de roja fruta, doblegados, reventones»). Estamos ante una prosa torrencial llena de descripciones, voces, lugares sin fin, plazas, iglesias, colegio; es la Barcelona en estado puro con los sitios más emblemáticos y sus gentes («las Ramblas-era no solo un cambio de calle, sino también, y sobre todo, de estado de ánimo»-,Diagonal-Paseo de Gracia, monumento a Colón, Barrio Gótico, masías, servicio militar, plaza de Cataluña, Gaudí, religión, prostitución, luchas estudiantiles, consejo de guerra, cárcel-«ciertos hábitos que adquirí en la cárcel-contar los pasos, los peldaños peldaños«-, de la universidad a la calle, huelgas, republicanos, comunistas, anarquistas, detenciones, los llamados charnegos, la burguesía catalana, sitio carismático como la Barceloneta, Barrio Chino, milicias universitarias, el Tibidabo, noticias familiares de Vallfosca, Vilasacra-atemporal en su acondicionamiento a la función de residencia campestre-, Santa Cecilia-una fantasía muy fin de siglo-, el patrullar de los grises, Montserrat-arpadas cimas, corona de rocas, pétreo cetro alzándose con énfasis místico, dominante-,(…) » un monte sagrado desde siempre, con independencia de la clase de culto al que se halle dedicado«; la Puerta de la Fe-arrobado retablo centrado en la representación de Jesús en el templo-, etc.). Sin perder de vista al personaje principal y el mundo por donde se mueve, como son los militantes del partido, la familia, los amigos. En la narración lenta, con paradas continuas caben todos; las imágenes se agolpan y el lector no sabe lo que le viene, pero lo desea para ver a dónde nos conduce. El tiempo y el espacio se juntan y los lugares se elevan. Todo es la historia de Barcelona-y su estado físico- unido al político-social, o, al menos, lo esencial, y todo bajo el prisma ideológico del narrador del que participa, se quiera o no, el posible lector/a. Si hay un adjetivo significativo de este saber recontar es el de asombro por tanto dicho o narrado.

Si se admite que Recuento es la referencia-en tanto en cuanto es la biografía de Raúl-, necesariamente tiene que haber un hilo, un gozne que una; y de hecho es así, se puede pensar porque casi terminando se nos describe a Raúl y a Nuria en «La Bahía» de Rosas, «un pueblo que está dejando de ser lo que ha sido«. Fueron al hotel de siempre; al llegar, la dueña los abrazó. Al ser fuera de la temporada, el pueblo estaba vacío, y desde la habitación veían «picos nevados, con esplendores de carámbanos«. Sin duda, las descripciones del pueblo y el campo se visten de hermosura, se siente como placer al ir leyendo las páginas; es una recreación lectoral. Los detalles abundan, incluso, el día que con el título de Pentecostés hicieron el amor con el sol en la cama: «Nos fue mal». Al terminar Recuento se siente alivio después de tanta grandeza y belleza; y, por fin, se desea descansar después de más de seiscientas páginas, y claro, el recuerdo de tantos años transcurridos en los que el conocimiento unido al arte de escribir nos hace pensar.

Después de Recuento, el lector/a encuentra un cierto alivio; es la segunda parte-o proseguimiento de la vida del personaje primordial- con el título Las verdes de mayo hasta el mar ahora solo se circunscribe a Rosas-espacio y tiempo son más cortos-, pueblo catalán y marinero; ya el agobio desaparece. El turismo como tema primordial. El aumento fue significativo. En las últimas páginas de Recuento en «La Bahía» se narra la llegada de Nuria y Raúl : » A Rosas: un pueblo que está dejando de ser lo que ha sido», pág.655. Otra forma de conocer ámbitos y actitudes distintas. Todo está ceñido al pueblo. Sin olvidarnos de que Los verdes se inicia al final de Recuento, como he escrito. El comienzo con el título «El viejo» es una continuación de un espacio abrasador lingüísticamente, pletórico; con una prosa que nos hace sentir partícipes de las descripciones («Las laderas eran suaves y escaso los accidentes del terreno. Un panorama cuyo principal relieve lo constituían, de hecho, las ruinas diseminadas por aquel vasto jardín abandonado«). Son las primeras líneas. Y casi al final se nos recuerda lo que fue el «regreso a Rosas con Rosa, de aquellos días pasados trabajando en las líneas maestras de la obra«. Está dentro de lo denominado «Periplo». La referencia a las imágenes que guardamos de la infancia, e incluso «del momento en que se empieza a fijar en representaciones la propia infancia» que uno se hace («Un trabajo no muy distinto a fin de cuentas, del que supone la obra en cuestión, seis días entre todo, un tiempo tradicionalmente apropiado por dar, por acabada una obra»). El recuerdo del libro del Génesis nos retrotrae a lo que aprendimos, leímos, oímos en nuestra infancia (y el séptimo día descansó). Es la escritura la protagonista, que es realmente el punto de partida con que el autor se mece en su andamiaje novelesco.

En La cólera de Aquiles, de nuevo, es otro pueblo: Cadaqués. El tema de la burguesía prosigue candente y el sexo ocupa la mayor parte, que ya nos lo advierte en el comienzo («He tenido amantes masculinos, en ocasiones creí amarlos; hasta llegué a estar casada. (…) Cuanto me atrae de los hombres (…), pertenece al dominio del espíritu, no de del cuerpo«. E inmediatamente se explaya más con el cuerpo de la mujer, («de lo que la mujer es, pura invitación al amor. al cuerpo y a la contemplación«). Pero a continuación el varapalo, lo que menos le gusta: («… el conjunto de su persona. Su modo de ser y, sobre todo, de actuar: esa manera tan suya de seducir, y una vez alcanzado el objetivo, disponer a su arbitrio de la felicidad o desgracia de su presa»).

Es cuando el proceso creador aparece y la escritura yergue. Tal vez sirve de unión con todo lo que falta. El comienzo es casi semejante al de Teoría del conocimiento. ¿Lo hizo a propósito el autor para que todo lo escrito formara una unidad novelesca? Poco importa, o sí, para advertirnos de que se prosigue con lo acontecido hasta ahora, pero el lector /a advierte de que es otro el que narra; o más concretamente como nos dice el autor «una antigua amante y prima lejana, Matilde, que nos da su propia imagen del mundo de Raúl… (,,,), es una obra dedicada a Raúl; es como la tierra vista desde la luna». Inventada o no, es la que toma la palabra desde el inicio para contarnos su vida y su obra. Se crea otro personaje en El Edicto de Milán, como novela intercalada. Lo que llamamos «novela dentro de la novela», una pequeña joya. La protagonista nos dice o nos da a entender que la joven, llamada Lucía, de veinte años es un personaje de ficción; en realidad un trasunto de la propia Matilde desde otro altozano, pero siempre como única, como luz entre tinieblas; su sexualidad por encima de todo. Su enamoramiento corporal se trasluce en toda la novela, incluso su bisexualismo es fruto de su yo altísimo, aunque finalmente se decante por la mujer porque su cuerpo es más perfecto, más atractivo, más excitante. La fogosidad amorosa entre mujeres es más feroz; muestran más su ser. Matilde sueña con un cuerpo joven, placentero, radiante para enaltecer la sexualidad. Su adoración a su cuerpo es lo que le lleva a desdeñar lo que no sea belleza, claro y lo que no esté en el ámbito aristocrático; lo demás, lo repudia; incluso la palabra igualdad no está en su mente; la aborrece.

Teoría del conocimiento es más intelectual; es la creación elevada a lo sumo. La restructuración de lo escrito anteriormente. Es decir, estamos ante un proyecto, o la obra en proyecto, «una prueba que es también un objetivo La Ciudad Ideal». Ordena, por si se tenía alguna duda, la realidad descrita y siempre con la palabra justa, equilibrada, como hacedora de la construcción novelesca («La palabra escrita no será ni más ni menos que la palabra pensada por el mero hecho de haberse objetivado; lo que sí ganará, en cuanto a expresión, es coherencia respecto a sí misma, respecto a (…) lo que se quería silenciar, a lo que se quería esconder y se revela«). No cabe la menor duda de que el autor está dentro desde el principio; es como el cirineo que coadyuba- «incluir al autor en la obra y, con el autor, el tiempo, el tiempo que toma a ese autor el desarrollo de la obra«.

El inicio es semejante al de La cólera de Aquiles al insistir en la belleza del cuerpo: «La belleza reside en el cuerpo, pero solo reside, ya que solo hasta cierto punto su naturaleza es en verdad física» . El recorrido llega a su final, a lo que denominamos novela, incluso con la muerte del protagonista: «…, así yo al remontar el aire sobre sus cabezas con renovada agilidad y energía, mientras la enfermera se volvía a sus familiares, amigos y convecinos que rodeaban mi lecho, para anunciarles, señores, este hombre ha fallecido», (pág.1360).

Todo choca con el título Recuento de la primera, lo histórico en sí, pero sirve ese itinerario para poder entender lo que se pretende. De ahí su exposición como propuesta que después descifrará en el resto. El protagonista llega a lo máximo que había soñado: ser escritor («mi propósito de escribir, de escribir y no solo de pensar, a cerca de unas cuantas cosas; de explicarme a mí mismo esta necesidad de hacerlo...»). Es una reflexión sobre el acto de crear en el que la palabra cobra todo su vigor; es la relación entre el creador, la obra y el posible lector/a. No quitemos importancia a la invitación de este último, que también se le puede considerar creador de lo que ha leído. La actividad creadora como la cima de la sabiduría.

Las primeras líneas nos dejan entrever que la palabra certera unida a la belleza de la expresión prosigue, además de que el personaje capital se quiere adornar con sus ideas. No es descabellado que comience en el mes de septiembre-en la penúltima página se nos dice que «el cielo se diría propio de uno de esos diciembres del norte«-, y se evoque la belleza física y se pregunte por si en un rostro, en su rostro, ¿es la belleza en sí de los ojos lo que manda o es la mirada?

De nuevo nos recuerda en dónde está afincado como exaltación de unas tierras que siente ese tendero que visita París y proclama la afinidad de París y Barcelona ( » Cataluña, unido a Francia -unido sí, no separado sino unido- por los Pirineos, un pequeño país con grandes ciudades como Barcelona y parajes de belleza incomparable como la Costa Brava, sí, la Costa Brava está en Cataluña, y Montserrat, ¿no ha oído hablar de Montserrat?, ¡ah, pues vale la pena!, un pequeño país, en fin, que siempre ha sentido una gran admiración por Francia...»). El sentimentalismo y la identidad convergen por unas tierras sagradas. Solo cabe respeto y tolerancia. Lógico, los seres humanos somos así y la emoción nos embarga cuando pensamos en los sitios donde fuimos y crecimos felices, como los veranos de la primera infancia con ese detallismo geográfico como si fuera paradisíaco: «Al norte, Por de la Selva; al sur, Rosas; al este Cadaqués: un pueblo por cada uno de los frentes marítimos que flaquean el cabo de Creus (…). ¿Y a poniente, tierra firme adentro?

Según avanzamos en la lectura no podía faltar el saber, el pensamiento crítico de los que nos han precedido en el concepto de la sabiduría con alusiones capitales, pero también con ideas que pueden chocar; el recuerdo para Sócrates, Aristóteles, Platón, Descartes, Pitágoras, etc. El capítulo sétimo, en su primera línea, ya te previene: «La humanidad se idiotiza progresivamente en virtud de la creciente ignorancia que atrofia las facultades intelectivas del hombre» . Por si había alguna duda, mantiene que «los únicos pensadores son los presocráticos». Y más en concreto sobre la novela: «Moisés y Platón no son solo dos grandes novelistas; Moisés y Platón son el modelo mismo de lo que todo novelista, es o no consciente de ello, aspira realizar«. Un Moisés, único dios, el verdadero creador del libro y del mundo; es decir, el lector a sus pies. Platón como la clave en su contar la filosofía de Sócrates de forma dialogada, como fabulador único al representar la realidad y la forma de estructurarla. Todo como una metáfora de la realidad.

El cambio en el capítulo siguiente se hace más llevadero, más comprensible. Nos hallamos en la naturaleza en pie-en concreto el bosque y los árboles- con cierta comparación con el paso del tiempo del cuerpo humano, sus achaques, así como lo que se transmite de generación en generación; ambos van muriendo. La dicotomía campo-ciudad se sobrevaloran; a ciencia cierta ambas se necesitan, pero lo industrial parece como si resaltase más, cuando las apariencias engañan en los dos sentidos. Hay una frase que recoge la idea no virgiliana, sino la realidad: «el campo huele a estiércol y el que lo trabaja también», pág, 1314. El campo, el agricultor, la naturaleza se amasan con visión estelar. Entre estas páginas sublimes, el personaje rememora la perfección unida a la palabra y la música con la evocación de «Mi gran obra preferida es la Creación del inmortal Haydn, antecedente directo no solo de la Misa Solennis sino también de la 9ª Sinfonía, la máxima exaltación jamás lograda de la voz humana».

El final es lo que corrobora que estamos ante una obra maestra-«,,,la obra como punto hacia el que convergen autor y lector, ámbito en el que se reflejan sus respectivas actitudes»; en las posibles relecturas se pueden leer separadas, o, al menos. a mí me lo parece. Otros, por el contario, manifiestan «como una sola obra, como una unidad», incluida la opinión de Luis Goytisolo, que ha insistido «en el carácter unitario de la obra». Sin duda es su visión, pero los/as lectores pueden pensar, añadir otros cabos sueltos que pululan por sus mentes para acercarse, también, al proceso creador. No podemos separarnos de que es como una celebración de la obra literaria con ese torrente de palabras a cual mejor, o una meditación sobre la creación literaria, la teoría del conocimiento. Esta es la conclusión a que llego.

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Goytisolo, L, Antagonía. Madrid Cátedra, 2016, 1394 págs.


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Novela

Retrato del joven artista de James Joyce

La idea escogida para la introducción de Juan Ramón Jiménez nos anima a comenzar la lectura y no abandonarla («Me imagino también la obra escrita de Joyce como uno de esos ponientes de ciudades o campos infinitos en cuyo mundo acumulado por la despedida se oye el rumor de todos los siglos, de todos los países.»).

Estamos ante la primera novela de Joyce, si bien su proyecto se había iniciado con Dublinesses. Estas dos obras nos conducen a lo impresionante, a lo prodigioso, como es Ulises, que una vez terminada, te invita a que comiences de nuevo. En la mente de la crítica más exigente subyace la idea de que lo que entendemos por novela nace con Quijote y llega a su culminación con Ulises.

Ante Retrato del joven artista debemos dejar al lado si estamos ante una novela o prosa poética. Lo capital es cómo se puede llegar a la creatividad sin que aparezcan los rasgos primordiales por los que se fundamenta la novela, sobre todo, la del siglo XIX. Joyce rompe con ese concepto y quiere imprimir otra modalidad que le lleve a lo que unos años más tarde consiguió con el Ulises, huida del realismo para lanzarnos a un impresionismo en el que la palabra es la clave, y a ser posible fundida en piedra para siempre. Dejemos la palabra Modernidad aparte porque no nos pondremos de acuerdo con su inicio y significado. Sueño, naturalismo, simbolismo, impresionismo, ficción, se dan la mano para constituir un mosaico verbal. Si triunfa el naturalismo es para hacernos ver los detalles más nimios que observa en su Dublín y elevarlos a la categoría estética con personajes vivientes. Ezra Pound llegó a afirmar: «No hay nada en la literatura actual que esté a su altura».

La tensión que el autor nos proporciona al dejarnos en vilo todo el rato constituyen uno de los hechos significativos en ese buscar las palabras para que la imaginación trabaje al lado de los lugares que describe, sin olvidarnos de un común denominador: la religión. La referencia del entorno a través de la palabra religiosa nos hace pensar su interioridad de lo que ve o de lo que le han enseñado en su educación católica.

Cinco capítulos configuran el «Retrato». págs, 101-297); en el primero-más allá de lo que hoy se acoge a la autoficción- se nos muestran sensaciones desde que Stephen era pequeño hasta su semi-victoria con el padre Dolan. Páginas ágiles de todo un devenir en la escuela con sus problemillas pero que van haciendo mella en su mente. La precisión con que describe los hechos nos hace comprender mejor el lugar en que se encuentra, por ejemplo. «Sonó la campana y los alumnos comenzaron a salir de las aulas y enfilaron los pasillos en dirección al refectorio»; además de lo que se comía, olor, etc. se nos muestran casos típicos del colegio; no podía faltar lo religioso con las oraciones consuetudinarias; en la capilla: «¡Oh Dios, ayúdenos pronto!»,.. «Oh Señor te suplicamos que visites esta morada y alejes todas las trampas del enemigo», que constituían parte de las oraciones nocturnas, Y, cómo, no la Nochebuena no podía faltar. Ante un requerimiento, Stephen bendijo la mesa: «Bendice, Señor, estos dones que vamos a recibir gracias a Tu munificencia a través de Cristo Nuestro Señor. Amén». Sin que falte la cercanía de la jerarquía eclesiástica irlandesa en lo que sucede en el país. Esta dicotomía en Irlanda es capital. No cabe razonamiento; el fanatismo lo puede todo; el poder de la iglesia católica es imprescindible y Dios como el Supremo; pero el ataque estaba vivo: («Somos una desdicha raza de besasotanas, siempre lo hemos sido y siempre lo seremos hasta el fin de los tiempos»).

Y así se van ensartando ideas, enseñanza, hechos cristianos en este capítulo primero; finalmente, el choque que se produce entre el padre Dolan y Stephen por su violencia («el niño no podía ver porque se le habían roto las gafas y no pudo hacer los deberes) -» me ha pegado con la palmeta…, no podía ser; era injusto y cruel y arbitrario»; ante tal hecho, lo denuncia ante el rector que le da la razón; es la otra cara del que acoge con humanismo lo que parecía injusto. Es el poder del que no sabe, del que dice: se hace sin más; aunque al final lo injusto se resolvió de forma tenebrosa que al lector le quedan briznas.., o en interrogación. Por otra parte, Joyce nos describe como una odisea para llegar al aposento del rector; por donde tenía que ir Stephen: «Recorrió el pasillo oscuro y estrecho por unas puertecillas…». En su recorrido pudo ver y leer retratos y santos que estaban en consonancia con el colegio en el que destacaba san Ignacio de Loyola, que tenía un libro delante, y señalaba las palabras «Ad mayorem Dei gloriam«. Es el lema jesuítico.

«En el capítulo segundo se da un vuelco a la historia del colegio: comienza con la relación de su tío Charles («fumaba un tabaco tan negro que su sobrino acabó sugiriéndole que fuera a disfrutar de su pipa matinal a la pequeña letrina que había al final del jardín». Ya desde las primeras líneas, Stephen memoriza palabras que de momento no entiende, pero que después enhebrará con otras para esa relación tan primordial como será sueño-realidad, o simplemente lo que hemos denominado auto-ficción. Y, pronto, la obra El conde de Montecristo, la ensoñación para un chico ante la heroicidad y la fragilidad romántica («las noches eran para él y leía con mucha atención»). Otro hecho: la mudanza a Dublín ( «Dos grandes carros amarillos se habían detenido una mañana delante de la puerta»). De la comodidad a la estrechez; así, Stephen iba asimilando la relación familiar que le esperaba. También aquí le apuntan a otra escuela jesuita ( «ya que empezó con ellos. Le serán útiles en años posteriores). De nuevo la escuela como protagonista y su exhibición de las dotes teatrales de Stephen; pero al final del primer trimestre, «su alma todavía estaba inquieta y deprimida por la sombría magnitud de Dublín. Igualmente asistimos a las bromas de sus compañeros porque el profesor de inglés le acusa de haber cometido una herejía en su redacción, amén de la discusión de qué poeta es más grande, si Tennyson o Byron. El recurso de su experiencia sexual con una prostituta que le dice directamente: «Buenas noches, guapo», cogiéndolo del brazo en la calle, le hace despertar. El lugar, probablemente, ni lo había soñado (» La habitación estaba cálida e iluminada»). En un momento ella inclinó «la cabeza y juntó sus labios con los de él», y finalmente la consumación corporal que anidaba al menos en el joven: «Cerró los ojos, entregándose a ella en cuerpo y alma».

«El veloz crepúsculo de diciembre caía con colores de payaso tras un día encapotado». Así comienza el capítulo tercero. Su remordimiento de que su experiencia sexual es pecado le atormenta incluso en el aula. El temor de Dios está presente, pero también su voluntad de enfrentamiento. La visita al barrio de las putas era frecuente; lo tenía como una necesidad que no podía menguar. La lujuria se enseñoreaba, podía más («cada pecado sucesivo multiplicaba su culpa y su castigo»). Pero, pronto, se suceden páginas prietas con ese espíritu religioso que será el común denominador de lo que se llamaba «retiro» ( «en esta misma capilla para llevar a cabo su retiro anual antes de la festividad de su santo patrón»). Era el momento de exaltar nuestra relación con Dios; es una introspección, de llegar a lo más profundo del alma; un ejemplo es la exaltación del patrón del colegio, san Francisco Javier que dedicó su vida a extender la palabra de Dios; era el mayor ejemplo para llevar una vida cristiana y recordar que estamos aquí para propalar la voluntad de Dios y salvar las almas inmortales. Solo hay una cosa necesaria: «la salvación de propia alma», Y así, página tras página, se recuerda en esta meditación nuestro origen y por qué algunos ángeles fueron expulsados de la casa de Dios. La imaginación es muy necesario que trabaje. Sin duda, el autor busca, rebusca todo lo que se ha dicho acerca de la religión católica (Adán-Eva-paraíso-fruto prohibido, expulsión, misericordia de Dios al mandar a sus Hijo-el Redentor-, el nuevo evangelio,); el final de los ejercicios espirituales es la confesión de un niño de 16 años y posteriormente la comunión con la que queda purificado (» Corpus Domini nostri»); fue el aprendizaje de Stephen; pero en el fondo, parece como si quisiera decirnos que es leyenda; por tanto un varapalo para los que tengan fe, o es lo que se colige según te adentras en el desarrollo de cada capítulo.

El capítulo cuarto es un paso más («El domingo estaba dedicado al misterio de la Santísima Trinidad»). Novenas, rosarios, actos religiosos le conducen a desterrar todo lo que se conocía como pecado; su alma, entonces, estaba purificada. («Ningún pecado mortal lo tentaba. Le sorprendía sin embargo descubrir que al final de ese camino de intrincada piedad y contención quedaba fácilmente a merced de imperfecciones infantiles e indignas»). Hay un hecho crucial en la vida de Stephen. Se le insta que piense en el sacerdocio («Quiero decir si alguna vez has sentido en tu interior, en tu alma, un deseo de unirte a la orden. Piensa»). se trata de convencerlo para que dé ese paso («Ningún ángel ni arcángel del cielo, ningún santo (…) tiene el poder de un sacerdote de Dios»). Todo había pasado por su cabeza, incluso el dirigirse a los fieles entonando el «Ite misa est «. Pero, también recapacitaba que ser sacerdote es para siempre según la orden de Melkisedec. Finalmente se convenció de que en todo había una cierta frialdad y soledad. Él estaba llamado para otros quehaceres otras metas («Estaba destinado a aprender su propia sabiduría….». La universidad estaba cerca, Se había liberado de tanta pesadumbre, quería ser libre, liberarse de todo. En el paseo por la playa observa a una joven en la que ve verdad y belleza. La búsqueda de esta será lo que le desate otras formas, otra sociedad.

En el último capítulo nos concita a descubrir la estética; en definitiva, su yo, su sabiduría. Estamos en el período universitario («Dios sabe que deberías intentar llegar a tiempo a tus clases». Es la repuesta de su madre. Acto seguido se le pone la palangana para que se lave. Nada más llegar a la facultad tiene el primer encuentro con el decano de estudios; este le reconoce y le lanza la siguiente pregunta: qué es la belleza. Stephen contesta con la idea clásica de santo Tomás: «Pulcra sunt quae visa placent». El sacerdote queda en suspenso y dice: «¿cuándo podemos esperar que usted nos aporte algo sobre la cuestión estética?». «Con un poco de suerte, me viene alguna idea una vez cada dos semanas». Y así con sabrosas palabras se va decantando por lo estético, pero siempre apoyándose en ideas, palabras adquiridas. El diálogo sobrecoge. Sin descuidar el varapalo, sobre todo, a la religión, pero y también a lo establecido, al nacionalismo y, en general, a las formas en que se cimenta la sociedad irlandesa.

-Joyce, James, Retrato del joven artista. Madrid, Cátedra, 2022


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Novela

Justina o los infortunios de la virtud

Después del empacho de Juliette. Las prosperidades del vicio, me dije, bueno voy a ver Justina del Marqués de Sade, ese hombre que tres regímenes distintos lo condenaron con la cárcel; es decir, la censura pudo más ante la obra que escribió. Hoy, ya podemos leerlo sin cortapisas y sin que te señalen, que generalmente son los que hablan de oídas que es lo peor que puede ocurrir a una persona. La edición original se adorna con un frontispicio alegórico: La Virtud entre la Lujuria y la Irreligiosidad, clave para poder entender lo que se pretende.

Entre mis manos al leer esta novela me pregunto por qué ha pasado al adjetivo «maldita», cuando consta que en el siglo XIX se leyó bastante. Estamos ante las memorias de un personaje : Justina; es la base de lo narrado, la que nos hace percibir de la autenticidad de lo que leemos. Es evidente que cuando uno comienza la lectura ya sabe que el mundo de la finanzas, los aristócratas, el clero, el erotismo, o más en concreto, lo pornográfico revolotean por la mente por lo que ya estamos advertidos. Difícil es comprender por qué la idea de Dios solo se contempla como el rechazo más absoluto o para blasfemar. ¿Es que Sade necesita en quién apoyarse para construir un varapalo en el que destroce a todos los estamentos de la sociedad del siglo XVIII sin distinción? Ya en la segunda línea pone como frontispicio la «Providencia». Tal vez para suscitar el interés de los posibles lectores/as, para inquietar a conciencias dormidas que no quieren verse ante el espejo.

¿Por qué desde las primeras páginas obliga a que nos decantemos con la expresión «vale infinitamente más estar al lado de los malos. que prosperan, que entre los virtuosos, que fracasan»? Y a partir de aquí se construyen las dos partes de las que consta la novela. Hay que tener entereza, ya en la primera parte, para proseguir con la lectura; unas veces, bueno, me decía, por hoy basta para huir de los atropellos descritos y me refugiaba en La calle de las Camelias de Mercé Rodoreda. Fue una forma de distanciarme de las ideas de Sade; una de ellas, no lo he superado todavía, que es el nacimiento de Jesús de Nazaret y de quién nació; para mí una auténtica barbaridad aunque fuera como leyenda. La posición de Sade: es irrespetuoso no solo con los que libremente tienen fe, también contra los que se debaten entre razón y fe. Ante la respuesta de la protagonista- «pero, cualesquiera que sean las espinas de la virtud las prefiero siempre»- insiste en que la maldad es el camino.

Ante tanta violencia, al final de la primera parte, la protagonista se ve desvalida, desesperada, de ahí que piense: «quizá el mal es útil en la tierra…Y, si su divina voluntad así lo dispone, está claro que es un error enfrentarse a ella». Pero, también, se rebela, no lo acepta, y se disculpa ante Dios. El final de esta parte es un asueto después de su última estancia en el convento. El lector, también, siente alivio cuando la señora Lorsange pidió a Teresa que descansara algunos minutos.

Tras esta pausa, prosigue «la exposición de sus lastimosas aventuras» de la segunda parte. Así, se nos narran nuevas peripecias dolorosas que el lector desea terminar por lo cansino que resulta la relación, que más o menos se parecen, y siempre la violencia como común denominador. Sinceramente, después de tantos atropellos, el final de la novela no es posible imaginarlo. En las últimas líneas subyace todo lo contrario de lo que se propuso; es decir, que el vicio triunfe. Evidentemente ahora choca con todo lo sucedido anteriormente, aunque ya nos había advertido con briznas, pero que el lector no se percata, a su «buena amiga» («Quizá una lágrima viva tuya determine, y después de haber leído Justina. digas: ¡Ay! ¡Qué orgullosa me siento de amar a la Virtud ante estas escenas del Crimen!». Para corroborarlo con el fin: «Y vosotros, los que llorasteis ante los infortunios de la virtud y compadecisteis a la desdichada Justina….., ojalá saquéis al menos de esta historia el mismo fruto que la señora de Losarnge. Quiera Dios que os convenzáis con ella de que la verdadera felicidad radica exclusivamente en el seno de la virtud…..».

¿Qué pretendía Sade, solo ir en contra de la virtud y plantear que el vicio también puede sacarnos de nuestras ideas o solo ir en contra de la educación que se recibía? El que se piense que lo único que pretendía era renovar la novela es demasiado simplista. En buena lógica se vale de ella para destruir el ambiente de su época que consideraba desastrosa en demasiados ámbitos e intenta ser verosímil ante la dicotomía ficción- realidad lo que supone un gran esfuerzo en el arte de narrar; sin esta premisa no se puede atraer a lectores/as. El planteamiento bien-mal estaría fuera de lo que pretende, al menos para que sirva de reflexión, aunque solo fuera eso. ¿Entonces es la naturaleza la que nos predestina y no podemos abandonar ese camino desde que nacemos para morir? ¿La ley natural iría en contra de todas las leyes que la humanidad crea para la supervivencia? Por el contrario, el ser humano no puede aceptar la crueldad, la injusticia,, la marginación, el poder del más fuerte. La lucha entre la maldad y la bondad, ¿nos hace más libres o es que la naturaleza nos hizo así y no podemos rebelarnos?

El autor, por otra parte, concreta lo que pretende: «hacer que el sensato, que lee provechosamente, deduzca la lección, tan útil, de la sumisión a las leyes de la Providencia y la advertencia fatal de que a menudo el cielo golpea junto a nosotros al ser que nos parece haber cumplido perfectamente con sus deberes…..».


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Novela

El jardín de los frailes (Manuel Azaña)

Con calor agosteño entre biblioteca y piscina terminé La Quimera (Pardo Bazán); sin duda una obra egregia, lo mejor que he leído de una mujer que quiso y venteó ser ella en los tiempos en que estaban genuflexas y no cogían el vuelo a pesar de que por las ventanas entraba aire fresco.

Si lo artístico se apodera en la obra de doña Emilia, era el momento de adentrarse en otra obra que tenía en mi biblioteca y que había leído hace mucho tiempo. Era el momento de proseguir con esa altura intelectual y artística, me refiero a El jardín de los frailes. La edición que leo se publicó el día 29 de julio de 1936 en Madrid, en la calle Martín de los Heros, 65. Antes se había publicado en los Cuadernos de La Pluma en 1921-22, y en volumen en 1927.

Si en toda la obra quedas como en suspenso según vas deslizando la lectura, la última página y, sobre todo, el final te sobrecoge:

«Se calan la cogulla: a ellos y a mí el cierzo nos hiere. Una cima se encumbra lejos, encapuchada de nieve y rosa.

En túmulos de escarlata

corta lutos el silencio.

Es el ocaso.»

No es perplejidad, es la imagen de la descripción perfecta de la dicotomía existencialismo-fin de la tarde. La estampa viene precedida por tres frailes en el huerto prioral (» las delgadas siluetas negras, sin gravidez, accionan levemente; algo dicen, miran al suelo»).

Ya en las primera hojas podemos observar el acopio de ideas ante un lugar desconocido: «amanecí en El Escorial, donde no tuve otra impresión el primer día que la de entrar en un país de insólitas magnitudes». Ante la pregunta del padre Valdés : «_Tú ¿por qué estudias? ¿Por convicción?». La respuesta fue sincera: «risas y encogimiento de hombros».

Ante el tipo de enseñanza, pronto se enseñoreó la rebeldía (» Más rebeldes que a la conservación de la doctrina éramos a la restauración de los modos»).

Por lo demás, se trata de la evocación de los estudios de Derecho en los agustinos de San Lorenzo de El Escorial, pero siempre con su propia idea: » primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida». Es sabido que su refugio fue la literatura; el saber cada día más. Tal vez la concepción de la enseñanza a finales de siglo no iba con él según se va tejiendo el desarrollo («El fastidio de tantas horas vacías devorado en común, la pesadumbre del encierro»…), incluso las peripecias de lo que narra: se percibe la negrura, el encerramiento de las ideas, siempre apoyadas en el pasado; contra esto se rebela el protagonista, lo dogmático se apoderaba de jóvenes llenos de vida («El tiempo nos aplastaba»), que quieren pensar y al no recibir ese apoyo, algunos pierden la fe, entre otros el protagonista y luchan para extenderla sin más, aunque el lamento no va más allá: las fuerzas oscuras siempre están al acecho. Ese es Manuel Azaña («Declaro con rubor que fui en El Escorial alumno brillante»), ahí se recoge su proceder ante el paso de los días de la enseñanza que recibió y su visita después.

Cuando el antiguo alumno vuelve, se encuentra con el padre Mariano que le pregunta por sus recuerdos; tienen un diálogo de altura, la amistad perdura más allá de conceptos existenciales. El fraile atento a la conversación, pasa al ataque: «conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la substancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?» La respuesta fue contundente: «Me queda un sabor a ceniza». Ante el monstruo que le acompaña desde el nacimiento-«que no debe ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí»-, al no poder destruirlo, el padre Mariano pronuncia las últimas palabras: -«Dios haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo» . No sabemos si sus últimas palabras en Barcelona llevan esa impronta: «Paz, Piedad y Perdón».

Coda. Siempre que subo a San Lorenzo de El Escorial me doy un paseo por El jardín de los frailes, y claro, el recuerdo de un gran escritor como fue Manuel Azaña no solo por esta novela; no olvidemos que fue Premio Nacional de Literatura por Vida de Juan Valera,1926. No comprendo por qué ese odio por lo de siempre, cuando por mucho que escarbo en su obra no era antireligioso; sí iba en contra del poder que tenía la jerarquía eclesiástica en la política; tuve la suerte, tanto en el bachillerato como en la universidad, que me explicaran en las clases de Historia esa frase ya manida y fuera de contexto que pronunció: «España ha dejado de ser católica». Cualquier persona con sentido común entiende que no se refería a los españoles, a las personas sino a la forma de gobernar, es de decir al Estado que tiene ser libre sin que las religiones entorpezcan el bien común, por lo que no iba en contra de la libertad de cultos sino por el entrometimiento de la iglesia católica en la forma de gobernar. Incluso no atacó la enseñanza que recibió sino que usaba el entendimiento, la razón, para tirar por tierra muchos de los conceptos que había recibido sin más; la prueba evidente, entre otras, es que hoy en la Universidad María Cristina se denomina una de las aulas: Manuel Azaña. Muy distinto fue Pérez de Ayala que atacó, sacó la daga en A.M.D.G. contra la enseñanza jesuítica, a todas luces desproporcionada. Pero como escritor todavía podemos leerlo, nos sirve de ayuda en este devenir que no sabemos a dónde nos conduce.


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Novela

La Quimera ( Pardo Bazán)

El tiempo pasa y Pardo Bazán prosigue en pie por tantas formas con que se manifiesta con su buen hacer y, en definitiva, porque quiso ser ella; el convencionalismo lo convirtió en rebeldía, ¿de qué otra forma si no? Muchas cosas se dicen, se propalan sin más, solo los que la leen llegan a comprender cómo el arte literario se cobija en el alma; son los intervinientes los que se desnudan y chocan con la sociedad aletargada, sin rumbo. Es lo que pretende doña Emilia, adentrarse en lo más hondo de las personas para que nos sirva de ejemplo para el problema existencialista ( «Viniendo a La Quimera, en ella quise estudiar un aspecto del alma contemporánea, una forma de nuestro malestar….», Prólogo, pág. 146). Antes de comenzar a leer La Quimera convendría dar lectura a la significativa y larga introducción de la editora; es una manera de entenderla mejor; de cualquier forma nos sirve de ayuda.

Lo que desencadena la creación de la novela de doña Emilia son los avatares del joven pintor que llega y con generosidad accede a retratarla, y a partir de este momento, su protagonismo no se olvidará hasta su muerte; estamos, por tanto, en la mezcla de ficción y autobiografía que ya desde las primeras páginas se nos muestra en los alrededores de Alborada-lugar de residencia familiar de verano: «Torres de Meirás»-. El principio y el final tiene el mismo título Alborada; antes con el título de Sinfonía se nos describe «la muerte de la Quimera (tragicomedia en dos actos, para marionetas)». Nos anticipa, por ende, el significado de la Quimera en los dos actos; la leyenda griega cobra todo su valor ( «La exterminaré, si me concedes llamarme esposo de tu hija»). Al vencer el héroe a la Quimera tiene como premio el casamiento con Casandra. hija de Yobates y le sucede en el trono. Doña Emilia tuerce la situación; es Casandra la que se enamora del héroe («Yo iré donde tú vayas y pisaré tu huella con los pies descalzos. Si esposa, esposa, si amante, amante, si esclava, esclava» (…)-«mañana a esta misma hora huiremos de aquí juntos», responde el héroe; -«no, hoy mismo, ahora ; -tengo que cumplir mi destino heroico y exterminar a la Quimera»). Su deseo de luchar contra el monstruo lo cumplió y lo vence; ahora es cuando al mirarse ambos después del triunfo, no tienen ninguna atracción y desaparecen («Quién me ha metido en tal empresa (…). Desde aquí me pongo en salvo». Casandra: «yo regreso a mis jardines…»).

Termina con el grito de Minerva: «¡Gloria la héroe! La Quimera ha muerto». ¿Estamos ante la idea de que cuando no existe por lo que luchar, por alcanzar lo máximo, el idealismo de la vida, todo se vuelve rutinario, inane? ¿Son incompatibles idealismo y realismo? En la novela se atisba ambos conceptos el triunfo y la muerte. Lago cae rendido ante la quimera, lo destruye. No ocurre así con Minia que conserva su buena salud e incluso aspira a lo más alto y a vivir. Entiende la vida como entusiasmo, con ansia paradisíaca; y lanzó con esta novela una nueva forma de acercarse a la sociedad, a lo artístico, desde otra atalaya más cercana. Estuvo, en fin, en un apasionante alborear del siglo que comenzaba.

Hay que partir del hecho, según confiesa la autora, de que el personaje principal existió: «el protagonista existió y estuvo muy de moda en Madrid como retratista al pastel». Tampoco hay duda de que doña Emilia aparece como el personaje que lo abarca todo. Una dualidad en que se enfrentan por adentrarse en el mundo artístico con los nombres de Silvio Lago y Minia Dumbría. Cada lector /a, una vez terminada la lectura, puede pensar lo que quiera o haya advertido; pero sí destaca el esmero que tuvo doña Emilia de retratarse y ofrecen el mejor tú. Cierto es que el mito griego de la Quimera le sirvió para trazar secuencias del pintor gallego al que denomina Silvio Lago; este tal vez recurriera a la quimera del arte para acercarse a ciertos personajes de la sociedad de su tiempo.

Estructuralmente, la novela se divide en seis apartados (Alborada, Madrid, París, Intermedio artístico, París, Alborada) y un apéndice documental; aparte de los ya referidos prólogo de la autora y sinfonía; y claro, la magistral introducción de la editora.

Su comienzo no puede ser más alentador, más amoroso: «era de cristal la mañana. Algo de brisa; el hábito inquieto de la ría al través del follaje ya escaso de la arboleda». La pregunta inmediata: «La Panadería de Sendo, ¿adónde cae?» nos indica un inicio prometedor de quien la realiza para conocer al personaje venido de Buenos Aires y más tarde «voy a Alborada». El sabroso diálogo entre sus parientes que lo acogen nos hace reflexionar sobre la emigración gallega. Al llegar a las torres de Alborada reconoció a la baronesa de Dumbría e inmediatamente enhebra conversación después de que esta leyó la carta que traía Silvio. La contestación no fue muy alentadora: «Tal vez sea difícil…». Pero se produjo lo que deseaba: pintar a Minia, ya que los que tuvo no consiguieron captar la dualidad corporal y espiritual que destilaba. Ya con la expresión de Silvio: – «¡Qué expresión tan bonita, señora! ¿Quiere usted mirar un momento?» se adueñó del personaje y más cuando la previene que no la va a hermosear: » así la respeto más. ¡La doy a usted toda su edad, su corpulencia, y su misma expresión, la misma! Suavizo un poco las líneas». La conquista estaba hecha, y es cuando se inicia el diálogo de acercamiento entre los dos y las diferentes maneras de ver lo artístico apoyándose en pintores consagrados. Lo que deseaba el pintor: que el retrato lo llevase a Madrid «y lo vean sus relaciones», y así podía hacer retratos en Madrid para pagarse sus estudios que quiere ampliar. Y así, con un diálogo más cercano nos enteramos fehacientemente que marchó «solo y sin amparo a Buenos Aires a los catorce años porque «mi tutor…., decía que pintar es oficio de holgazanes». Quería ganarse la vida y después estudiar en «Francia, en Inglaterra, donde se pinta en gordo».

Su llegada a Madrid viene determinado por el diario de Silvio de noviembre a junio; son «las hojas del libro de memorias de Silvio Lago»; este apartado es más extenso; comienza: «Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller….».

Si bien las técnicas perspectivistas, a veces, dan una idea más clara de la narración, según la editora, Pardo Bazán «no maneja las técnicas de la introspección y del monólogo como lo hace Galdós, que era maestro en esta modalidad narrativa». Seguramente Pardo Bazán fue consciente de ello y más cuando fue una gran lectora de la obra galdosiana, más allá de la amistad que les unía. Pero eso no quiere decir que no consiguiera unos trazos perspectivistas que el lector observa y recoge en los diversos momentos de la historia. El pintor tiene un buen recuerdo de lo bien que comía en Alborada nada más arribar a Madrid. Ahora es distinto: » me ataca de los nervios al darme consejos de economía; es como si a una adelfa la dijesen : «Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho». Y es cuando lanza la expresión al nombrar a los garbanzos: «mi comida es una desolación y apenas digiero». Pensemos que los garbanzos era un lujo y su pensamiento oscilaba en lo bien que comía en las Torres y la comparación «como los hebreos de las ollas de Egipto» es nítida.

Y así con la verdad por delante se apropia de los meses: noviembre-final de noviembre; diciembre-final de diciembre y ya es cuando va destilando su pensamiento más enriquecido con el entorno y los profundos diálogos (» Salgo, me lanzo a a la calle de Caballero de Gracia y compro una palmera y una camelia en flor. Es el toque que me faltaba»), Y lo que le pone de los nervios es el acto dialogal con Minia. «Se ve que usted no quiere ser libre y dominar el destino (….). Lo que nos hace dueños de nosotros mismos es la moderación en los deseos, y mejor si se pudiesen suprimir». Más profundo y más extenso es lo concerniente al mes de enero. Siente la amargura, la fatalidad. «No lucho; ¡a luchar , lucharía par no disolverme en los crueles brazos de la Quimera!». La cortedad del mes de febrero radica en la visita que recibe en un día frío, «espantoso y cae una ligera nieve».

Mucho más informativas y necesarias son las cartas de Clara al doctor don Mariano Luz Irazo en Berlín con respuestas; en la primera se muestra con un corazón herido. El final de la misma es una necesidad humana, apremiante: «escríbeme, confórtame. Lo necesito más que nunca». Son cuatro cartas. Verdad, sonrojo, misterio, psicología se columpian para llegar a la cúspide no solo del alma de Clara; el amor, a veces, trae consecuencias inesperadas.. Este segundo apartado te absorbe tanto que deseas llegar al final, como el propio personaje Lago; pero no porque en el mes de junio se nos anuncie con la expresión «¡…Merece consignarse! La Ayamonte ha entrado en un convento», pág.378. Parece que existe como un descanso cuando «empieza correr en los círculos sociales la voz de que me voy a Paris». Surge un cambio: «Madrid, tablar de garbanzos: te dejo gustoso». Atrás queda la doblez, la mentira y grita: «¡ Madrid, adiós»! Todo un alarde de sinceridad al final del mes de junio para soñar con París en el que subyace la idea de aprender, estudiar lo artístico para pasar a la posterioridad

El primer pensamiento nada más llegar a la estación parisina sorprendió en el diálogo: «Vengo aquí a estudiar». El recuerdo que tenía cuando estaba en Buenos Aires le revoloteaba: «de París hablan los artistas como de la tierra de promisión». El sentimiento que despertaba en su alma «Nuestra Señora» era alivio y afán de progreso en lo que anidaba en su corazón, pero, al mismo tiempo, sentía en él un desengaño: » Nunca pintaré. Nunca saldrá de mis manos lo que se llama un trozo de pintura «. Durante las ociosas mañanas visitó los museos. Y sin duda el primero fue el Louvre. » salió menos aplastado de admiración, pero más confuso, que del Prado». Pronto percibió que París no es Madrid. Se dio cuenta que su optimismo se venía abajo. Silvio se sintió solo, abrumado, la oscuridad se cernía; pero peor sería que se apagase «la lámpara». Lo sombrío de su existencia no le dejaba: » se declaraba y reconocía enfermo, solo, abandonado, pobre, despreciado, en París, entre la indiferencia ambiente, la sordera espléndidamente cruel de una ciudad inmensa….». La idea de volver primero a la Alborada y en invierno a Madrid le animaba y zambullirse en sus retratos y más retratos.

En el «Intermedio artístico» se lanza a Bruselas: «Voy a darme un baño de maestros, un chapuzón de pintura seria». Apenas llega, se entera » de que existe un museo de las obras de un solo pintor contemporáneo, que no quiso vender ninguna». Allá que se fue, pienso que no por curiosidad sino por una admiración adelantada que coincidía con su forma de ser. Sin embargo, salió del museo «asqueado, yo no podré, probablemente, ni pintar así».

En Amberes le revoluciona Rubens que «aturde y emborracha». Resalta de la catedral dos trípticos soberbios: «el Descendimiento y la Crucifixión». Y así en un alarde de elocuencia artística se posiciona por si albergara alguna duda: «Porque Rubens grita desde lejos; grita; planta su bandera»; para Silvio en cualquier época del arte se impondría.

Después, La Haya. Prosigue con el diálogo que había establecido con el sueco Limsoë- «que padece ataques de un entusiasmo frío, especie de iluminismo»- en el apartado anterior y deciden encaminarse a tierra holandesa. Impresiona el conocimiento del arte holandés y defiende : » lo que determinó este frondoso florecimiento de arte en Holanda fue la intensidad de la vida civil, las grandes transformaciones de la sociedad, el civilismo y el ciudadanismo de estos bátabos». El razonamiento del periodista sueco ya cansa a nuestro Silvio en la estancia de Harlem. «me obliga a estar siempre razonando las impresiones bellas». Ya en Amsterdam hay cierta coincidencia con Rembrandt, pintor del alma universal: «artística, alucinada, soñadora, apasionada de lo extraño». Es el recuerdo de la luz, mejor de la claridad. El periodista deja su impronta, su saber artístico : Rembrandt «era un bohemio, que murió en la miseria, que vivió entre judíos prestamistas, anticuarios encubridores de robos y piraterías….». Y para finalizar este interludio Brujas en la que se mantienen las ideas capitales de lo artístico, y deja su impronta, por si había alaguna duda, sobre los prerrealistas: «lo capital de esta escuela no son sus obras, a pesar de una gran belleza, sino sus teorías que resumen el Evangelio del arte». La estética como factor clave para llegar a la última palabra del arte: » el éxtasis»; el sentimiento profundo, la flor de la belleza. La despedida impregnada de sentimiento: ¡»Démonos un abrazo….y hasta el cielo»!

Su vuelta a París no fue exitosa. De nuevo sus dudas, sus retratos, el porvenir, la confusión: » la exhibición del retrato hecho por mí, de un retrato que en Madrid se convino que lo verían gentes conocidas que pueden encargar….».

De nuevo a la Alborada como refugio, como tranquilidad. Unos diez días después de escribir una carta a Minia Dumbria le esperaban en el andén las señoras: «sabían que ningún criado acompañaban al enfermo, y temían que viniese destrozado de tan largo y molesto viaje». Su abatimiento, desgana, pronto se percibió, de su pregunta de cuándo llegaremos a Alborada y también de su esperanza de que se pondría bueno, aquí está la vida al sentir el frescor de sus alrededores. La tuberculosis aguda con que en Madrid habían descrito la enfermedad, fue aceptada por los doctores de Marineda. En un entorno paradisíaco fue perdiendo sensibilidad y expresiones como «tengo frío, me hielo». Allí a su lado estaba el capellán de la casa; las palabras del sacerdote «quizá no cabe en él más que su Quimera» fueron la losa de que el final estaba pronto. Minia lo condujo a la sacristía de la capilla de Alborada en la que estaba la efigie del Cristo del Dolor. Le dio miedo. No quería morir: «¡Vivir! ¡Sanar! ¡Correr por los sembrados»… Horas de espera hasta que le trajeron el Señor: «Silvio, cerrando por un momento los párpados, sintió que sobre su lengua descansaba la suave partícula» (…). La cabeza del moribundo recayó sobre las almohadas.

La vida comenzó en la Alborada y aquí concluye; es el final, atrás quedó todo : sufrimiento, enamoramiento, lo artístico, el afán por vivir; «lejos del hálito de brasa de la Quimera». El triunfo de Minia al «tantear la composición de una sinfonía»…, fue su triunfo ante la Quimera; es la otra cara, saber a qué has venido y dejarlo para la posteridad.

Coda. Tengo que confesarlo: es lo mejor que he leído de Pardo Bazán. La expresión de la editora, en mí, se ha hecho realidad: «Confieso, eso sí, es que ayudará a algún lector a apreciar determinados aspectos de la novela». Aquí está.


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