La guerra trajo desolación, hambre, separación, tristeza. La cultura se vio cercenada. Este corte brusco repercutió de manera capital en los géneros literarios.
Los inicios de la novela de los años posteriores a la guerra están marcados por el ambiente miserable y de opresión como consecuencia de los hechos acontecidos en 1936-39. Aunque se intenta renovarla, sin embargo, algunos continúan con lo que se ha denominado “estilo barojiano”; pero hay una serie de novelas que sobresalen por encima de todas que son: La familia de Pascual Duarte (1942)de C. J. Cela, La fiel infantería de García Serrano, Golpe de Estado de Guadalupe Limón (1946), Javier Mariño(1943) de Torrente Ballester, Nada (1945) de Carmen Laforet, Mariona Rebull de I. Agustí, La sombra del ciprés es alargada (1948) de Miguel Delibes, La quiebra (1947) de Juan Antonio Zunzunegui, este más con la necesidad de imprimir una regeneración de ideas con esa escritura a borbotones, pero precisa.
Salvo Mariona Rebull (1944), el resto de novelas están marcadas por un ambiente ideológico y económico opresor, de miseria, de hambre, de desesperación, de angustia, de amargura, de soledad, de frustración, muerte, inadaptación. Todo esto nos conduce a unos personajes angustiados, desesperados, desarraigados. Evidentemente, García Serrano con La fiel infantería está muy lejos de este cuadro, y canta la victoria militar. Es más, está convencido de lo que narra.
Sin embargo, en la década de los cincuenta aparece lo que se ha llamado “realismo social”, es decir, se crea una novela comprometida, combativa en la que se denuncian las injusticias sociales, la dura vida del campo, la vida urbana, el mundo del trabajo, e incluso la vida ociosa, abúlica, pensemos en Tormenta de verano, Nuevas amistades de García Hortelano.
Interesa más el contenido que la forma, lo colectivo que lo individual; hay una solidaridad con los oprimidos, explotados del campo y de la ciudad. Por ejemplo en Central eléctrica de López Pacheco, La mina de López Salinas, Dos días de septiembre de Caballero Bonald, La zanja de A. Groso, o La piqueta de A. Ferres.
Otra nota destacada de la novela de los años cincuenta es el realismo objetivista, en el que el autor no interviene. Se plasma la pobreza, las injusticias de forma breve, escueta, a través de diálogos y de la actuación de los personajes, sin que aparezca el narrador, por lo menos aparentemente. Esta novela está influida por el neorrealismo italiano, el “nouveau francés” y el conductismo norteamericano, que consiste en recoger el lenguaje de los personajes y su comportamiento. Los temas se concentran en un período corto de tiempo Las características las podemos observar en las novelas La Colmena de Cela, El Camino, Mi idolatrado hijo Sisí, Diario de un cazador, Diario de un emigrante, La hoja roja de Miguel Delibes, El Jarama, Alfanhuí, de Sánchez Ferlosio, El fulgor y la sangre de I. Aldecoa, Entre visillos, de Martín Gaite, Primera memoria de Ana María Matute, etc.
Todo está contado de manera sencilla; se prefiere que se comprenda, de ahí que sea la narración lineal; lo mismo hay que decir de las descripciones, que aunque breves, sirven para la presentación de los hechos narrados. Sobresale el personaje colectivo, así como el representativo que como característica primordial rechaza la novela sicológica. Al carácter dialogal hay que añadir un lenguaje directo, desnudo.
En los años sesenta se produce una verdadera renovación novelística, que parte de Tiempo de silencio (1962)de Martín Santos, y prosigue con Últimas tardes con Teresa de J. Marsé, Señas de indentidad de J. Goytisolo, Las ratas,Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, Don Juan de Torrente Ballester, Volverás a región de Juan Benet. Como características fundamentales: la novela se hace experimental; se sustituyen los capítulos por secuencias, se introduce el perspectivismo, la exposión deja se ser lineal para dar saltos atrás, se presentan varias realidades de forma simultánea, el lenguaje es culto, técnico, científico, vulgar, coloquial, y también se realiza una crítica social dura, alejada ya del tema bélico. Los temas se concentran en un corto tiempo. Abundan los monólogos interiores, en los que los personajes se expresan libremente sin más, como el fluir de sus pensamientos.
El inicio de los años setenta lo marca La saga / fuga de J.B. (1972). Es la experimentación paródica en la que con una imaginación fuera de lo común, Torrente Ballester se adentra como nadie en lo mítico, lo irracional, lo mágico en esos más de mil años de historia de Castroforte de Baralla. Es la pura creatividad llevada al altar narrativo. El escritor Ernesto Sábato incluso ha manifestado que es muy superior a Cien años de soledad de García Márquez.
Si la novela de Torrente Ballester marca lo narrativo de esta década, con el resto de las que configuran este período se va a producir un hecho estelar que después no ha venido. Esta década fue como un meteorito narrativo del que aún no se ha superado a pesar de la proliferación de novelas que vinieron en las décadas siguientes y en los albores del siglo XXI. Miguel Delibes prosigue su andadura singular con Parábola del náufrago, El príncipe destronado.
Juan Goytisolo prosigue en su andadura para desmitificar la historia de España con Reivindicación del conde don Julián (1970); un grito de desespernaza abre la novela: «Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti». Juan sin tierra ( 1975) estaría dentro de lo que se denomina subjetivismo narrativo, una reflexión sobre el problema de identidad, que inició en 1966 con Señas de identidad en la que realiza un viaje por el ser de los españoles.Pero, ahora, desarraigado; no se encuentra.; es el final para decir no. Al lado está su hermano Luis Goytisolo con su Antagonía (Recuento,1973. Los verdes de mayo hasta el mar,1976. La cólera de Aquiles,1976. Teoría del conocimiento, 1981). El lector se percata inmediatamente de la capacidad estilística del novelista hasta tal punto que en cada párrafo podemos repetir los vocablos perfección, metaliterario. Luis Goytisolo nos recuerda estos días cómo los 35 días incomunicado en la cárcel fueron decisivos para escribir Antagonía. Y se enorgullece de que haya gente que hoy le cuente «que es una obra que le ha cambiado su vida». Sin duda es una obra enorme en la que cada expresión, cada coma son necesarias. Un monumneto a la perfección lingüística. Es una de las obras más hermosas que se puedan leer; hoy, ya, en un solo tomo.
En esta década, también, se consolida Juan Marsé con Si te dicen que caí (1973), siempre a la búsqueda de un pasado viviente en los años heroicos de posguerra. A decir decir de parte de la crítica, la cresta de su arte narrativo. Sin olvidarnos de Juan Benet con su memorable novela Saúl ante Samuel (1980), la culminación de todo un proceso; la veta intelectual llevada a la máxima perfección lingüística.
Pero, el triunfo novelesco de esta década, sobre todo de lectores, fue para La verdad sobre el caso savolta (1975). La crítica cayó de hinojos. Se escribieron los panegíricos más irradiadores jamás vistos en la novela hasta ese momento. Al año siguiente, ante el entusiasmo de todos, se le concede al autor Eduardo Mendoza el Premio de la Crítica. En esta línea, el autor publicó en 1979 El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas (1982).