Es difícil toda clasificación en el género dramático porque más allá de las obras, tendencias, autores, tiene que predominar un teatro basado en la palabra; teatro con cara y ojos, con personajes, que nos inculquen nuevas esperanzas, confianza en este camino existencial en el que nos desenvolvemos; esto es lo que hicieron los grandes dramaturgos de todas las épocas.
La crítica lo ha entrevisto, en este período, como de alta comedia, costumbrista, poético, costumbrista con la vitola cómica, humorístico, de compromiso, histórico, incluso como innovador; y aún así hallaríamos aquella obra singular que no encajaría en estas divisiones. Pero, hay cuatro dramaturgos que se levantan por encima de todos: Benavente, Valle-Inclán, García Lorca y Pérez Galdós. Cada uno de ellos destaca por alguna faceta dramática.
Si nos detenemos en el Premio Nobel de Literatura, Benavente, no hay término medio en cuanto a la crítica. La mitificación y la censura forman parte de su estandarte, y eso que escribió 172 obras, desde El nido ajeno (1894) hasta Por salvar su amor (1954). Intentó acercarse a la sociedad, y además estaba orgulloso de haber llegado a los entresijos de la misma. Sin embargo, el crítico José Monleón escribió que “ su inteligencia le hacía ver la mezquindad de la sociedad a la que servía, sin atreverse a afrontarla en los puntos fundamentales”.
Sus obras estarían englobadas dentro de temas urbanos (Rosas de otoño,1905), de ambiente provinciano (Pepa Doncel, 1928), de ambiente cosmopolita (La noche de sábado), de ambiente utópico (Los intereses creados, 1907), de ambiente rural ( Señora ama, (1908).
Hoy, su teatro es un recuerdo. Lázaro Carreter se quejaba de esa apatía: “se hace apología a propósito de él, o reportaje, o se le somete a procesos de supuestos confesionales o políticos. Está en esa zona indecisa”. Otro académico como Calvo Sotelo deseaba que su teatro tuviera “inmortalidad”, no en vano fue el discurso de su entrada en la Academia. Nadie pone en duda la alta calidad de su obra, pero también hay que convenir que Benavente se quedó un poco desfasado en la segunda década del siglo XX, aun reconociendo el espíritu renovador que supuso su dramaturgia a principios de siglo.
A ciencia cierta no sé por qué el teatro galdosiano ha estado en el trastero, y, sin embargo, fue una de las figuras que más contribuyó a la creación del teatro español moderno desde Realidad (1892) hasta Santa Juana de Castilla (1918), pasando por Electra (1901) que fue la que más éxito tuvo. Para el profesor y crítico Ángel Berenguer su teatro fue “una bocanada de aire fresco que llega como un regalo al siglo que inicia su andadura”. En general, Pérez Galdós construye un teatro social, de compromiso, para que el lector tome conciencia de la realidad. Se detiene, sobre todo, en el fanatismo tanto político como religioso.
El teatro de Valle-Inclán tiene la virtud de dejarnos intranquilos, no dejarnos en paz. En un primer momento, su teatro se reviste de la fuente modernista por lo que el retoricismo fue nota destacada. Pero, hoy, la fuerza de su teatro radica en los ciclos mítico (Comedias bárbaras: Cara de plata, Águila de blasón, Romance de lobos. El embrujado, Divinas palabras) de la farsa (Farsa infantil de la farsa del dragón, La Marquesa Rosalinda,Farsa italiana de la enamorada del Rey, Farsa y licencia de la reina castiza) y del esperpento (Luces de bohemia, Los cuernos de don Friolera, Las galas del difunto, la hija del capitán, Ligazón, Sacrilegio, La rosa de papel, La cabeza del Bautista)
El viaje bohemio que realiza Max Estrella dentro de Luces de bohemia al Madrid de principios de siglo es un escaparate de la realidad histórica y social que le tocó vivir. Todos los estamentos de ese Madrid están llevados a las tablas. Max Estrella muere en el quicio de la puerta sin que sus ideas impidan tanta miseria e injusticia. Pero, detrás, no solo está la capital, sino que subyace una España sumida en la ignorancia y en la intolerancia incapaz de vertebrar un proyecto que acoja a todos.
Federico García Lorca es algo más, es poeta-dramaturgo a flor de piel. Su muerte nos sobrecoge por inútil. Federico supo como nadie adentrarse en el destino de las personas y adueñarse de él a través de la libertad y del amor. Llegó tanto al público culto como al bajo. La maestría y la fuerza dramáticas son únicas a pesar de que algunas de sus obras no triunfaron en vida. Su teatro es un mundo lleno de vida, de pasión, de tragedia, de dicha, una tensión entre el principio de libertad y el principio de autoridad. Ambas fuerzas son la base de su dramaturgia, en la que observamos el llanto y la risa, y, sobre todo, una tribuna libre.
Desde El maleficio de la mariposa (1920) hasta La casa de Bernarda Alba (1936) hallamos el aliento del dramaturgo, que no es otro que fundirse en el misterio, en la belleza y en la libertad, esta “¡Libertad de lo alto!, Libertad verdadera, / enciende para mí tus estrellas distantes”, como dejó escrito. Y en medio, sobresalen Mariana Pineda (1923), de la que he extraído los versos anteriores, Bodas de sangre (1932). Ese amor que no triunfa por aspectos sociales. La navaja se convertirá en instrumento devorador. Doña Rosita la soltera (1935), esa frustración que destila porque la sociedad las margina, aunque la frustración suma se da más en Yerma (1934), no es otro que el grito de la mujer infecundada. La obra El público (1930), inconclusa, en la que describe un teatro “bajo la arena o un teatro al aire libre”. Pero, el poderío lorquiano está en La casa de Bernarda Alba (1936). Es la ley del más fuerte, porque lo mando yo. Es el conflicto entre la libertad y la autoridad, la pasión y el odio. La búsqueda de la libertad acarreará la destrucción. La sombra galdosiana de Doña Perfecta sigue en pie.
Estos cuatro dramaturgos citados no estuvieron solos, hubo otros que incluso triunfaron más en la escena como Carlos Arniches, los Hermanos Álvarez Quintero y Muñoz Seca. Supieron captar al público, y ellos ofrecían lo que les pedían. Arniches fue el creador de la tragedia grotesca. La clave de su dramaturgia estaría en una buena construcción dramática, magistral dominio del diálogo y un pensamiento puesto al servicio del público. Su mejor obra, de las 188 que escribió, es La señorita de Trevélez (1906), la síntesis de lo tragicómico.
Los Hermanos Álvarez Quintero escribieron más de 200 obras teatrales, todas ambientadas con sabor apacible. Bosquejaron una Andalucía pintoresca con todos los clichés con que ha sido bautizada a lo largo de los siglos. Crearon un teatro costumbrista andaluz con cierta superficialidad. Las obras que nos legaron están llenas de encanto. Destaquemos Malvaloca (1912), Las de Caín (1908), esta, modelo de comedia perfecta.
Si bien Muñoz Seca escribió un gran número de obras en colaboración, solo llegó a estrenar un centenar. Se le atribuye la creación del “astracán”, pieza cómica basada en la parodia del teatro, en las que disloca el idioma mediante el juego de palabras. Su obra más conocida es La venganza de Don Mendo (1918). Contra la República escribió Anacleto se divorcia (1931) y La voz de su amo (1933).
La crítica ha caracterizado como teatro poético las voces de los Hermanos Machado, Eduardo Marquina y L. F. Chamizo. Pero, sin duda, el dramaturgo más sobresaliente del género histórico-poético es E. Marquina. A principios, se acercó al teatro legendario o histórico, después al de más valía, el poético-rústico, en el que destaca su mejor obra: La ermita, la fuente y el río (1927).
El teatro de los Hermanos Machado nos devuelve al teatro clásico, recomendaban el uso del monólogo como en Shakespeare, Lope o Calderón, por lo que no innovaron como quisieron en un primer momento. En cuanto a que su teatro es una manifestación tardía del teatro poético es ir demasiado. Eso sí añadieron la componente sicológica y la sencillez con que revisten sus dramas. El éxito dramático les vino con la obra La Lola se va a los puertos ( 1929). La idea el teatro volverá a ser acción y diálogo prendió muy rápidamente.
Chamizo se acercó al teatro de la misma forma que a su poesía. Sólo estrenó la obra Las Brujas (1930), pero fue la de más éxito en la temporada. Está enmarcada dentro del teatro costumbrista-rural en verso.
La profundidad, el esquematismo y la desnudez del teatro de Miguel de Unamuno son únicas con su tema: el conflicto de la existencia humana. Fue una necesidad comunicativa, sobre todo a partir de su crisis religiosa-espiritual. Miguel Unamuno añoraba un teatro de pasión e ideológico. Luchará por conseguir un teatro singular. Ahora bien, es un teatro demasiado intelectual para ser representado, el exceso de reducción formal nos inunda de ideas. Su obra dramática consta de nueve dramas y dos piezas menores. Destaquemos Fedra (1910), El otro (1926), Raquel encadenada (1922).
Los dramaturgos especiales Jacinto Grau con El señor Pigmalión (1921), Ramón Gómez de la Serna con Escaleras (1935), Azorín con Angelita (1930) contribuyeron con ese fervor con que fue acogido el teatro en este período, del que no fueron ajenos R. Alberti con su memorable obra El hombre deshabitado (1931), y posteriormente, ya en el exilio, El Adefesio (1944), Max Aub con su obra vanguardista El desconfiado prodigioso (1924), Miguel Hernández con su prodigiosa obra Quién te ha visto y quién de ve y sombra de lo que eras (1934), o el teatro poesía de Pedro Salinas, con La fuente del Arcángel. Todo un mundo descrito para que los espectadores queden arrobados ante tanta lucidez con que adornan sus obras.
Como coda: la segunda república española se significó en este aspecto con la creación del Festival de Mérida, La Barraca, Teatro de las Misiones Pedagógicas, Los teatros de la guerra, Las guerrilas del Teatro para reverdecer, aún más si cabe, el conocimiento de un género literario que llegase a la mayoría.
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