La teoría literaria, el estructuralismo, a partir de las premisas del formalismo ruso y del Círculo de Praga, propició la ruptura con la enseñanza de la historia literaria. El Congreso de Cérisy-La Salle de 1969, dirigido por Todorov y Doubronski, constituyó un punto de referencia en el proceso que llevó a la creación del modelo didáctico centrado en la explotación interpretativa del texto. En los países, por ejemplo, anglosajones, se obviaba lo que entendemos por manual histórico, se situaban más en la escuela pragmática, expresión del “New Critiscism” y de la crítica objetiva en el campo de la pedagogía, volcada, primordialmente, al “reading”. El aprendizaje volcado, sobremanera, al análisis estilístico del texto y a la lectura. En los Estados Unidos se fue más lejos al inculcar una enseñanza centrada en la experiencia individual de los estudiantes.
En la actualidad somos muchos los profesores los que encontramos en el comentario de texto los cimientos de una gratificante educación lingüística y literaria. Incluso, en el mercado editorial, hallamos diversos manuales que recogen las distintas vertientes del comentario de texto. Sólo nos resta a enseñantes y alumnos /as reflexionar y trabajar en él. En definitiva, ser lectores, que no es poco. Huelga cualquier comentario sobre los que todavía se resisten a considerar el hecho literario como fundamental. La finalidad no puede contemplarse a corto plazo, salvo el placer del lector ante lo bello.
La dinamicidad de la literatura en el mundo actual cobra un singular interés. No puede ser de otro modo ya que en ella se encuentran los parámetros por los que nos desenvolvemos en la vida. Sin esa literariedad nos faltaría la savia de nuestro conocimiento existencial. En palabras de J. P. Sartre, “si cada frase escrita no halla resonancias en todos los niveles del hombre y de la sociedad, no significa nada”. La utilidad o no de ésta no tiene consideración como tal; ¿cómo vamos a pensar sobre algo que es inherente al ser humano? ¿Cabe más norte que prever lo que acontecerá, como consecuencia de la comprensión del presente?
Tampoco indaguemos por su definición, y adentrémonos en un campo vital en la formación de las personas, porque como nos apostilla Juan Luis Alborg en su libro Sobre la crítica y críticos, “si se llegara a saber un día en qué consiste, si se lograra su científica definición, si los problemas que se discuten dejaran de ser problemas, opiniones, puntos de vista, pareceres, para convertirse en certezas, la literatura – como el arte, como todas las cosas que no son ciencia de verdad- perecerá sin remedio”.
Por eso “la misión del profesor de Literatura española no reside en explicar historia de la cultura, ni en convertir sus clases en un elegante sucedáneo de cultura general”, apunta el profesor García Posada. Pero tampoco puede convertirse en un mero análisis técnico del texto, sino que, por el contrario, se debe llegar a la estructura profunda, a la realidad social, a la significación nítida de lo que el autor quiso comunicarnos. El mero análisis formal nos conduciría a la inanición literaria. Y como eje dinamizador el lenguaje; en palabras de Octavio Paz: “la realidad básica y determinante de una literatura es la lengua. Es una realidad irreductible a otras realidades y conceptos, sean estos históricos, étnicos, políticos o religiosos”.
La dicotomía lengua-literatura se complementan y dan como resultante una mayor amplitud de conceptos de la obra literaria; ésta es una prodigiosa forma de comunicación creada para la cultura. Además, todo texto literario nace de la capacidad que tenga el escritor para la utilización del código lingüístico; el artífice de la simbiosis literatura-lengua debe tener sumo cuidado con las expresiones porque éstas quedarán, con el paso del tiempo, impresas; de ahí que la literatura “conserve usos que el habla había olvidado por completo”, como con tanto ahínco siempre nos recordaba Rafael Lapesa. No pueden concebirse los textos literarios como meros reductos del pasado y crear un vacío que nos inunde. Nuestra meta, necesariamente, tiene que ir a la reconquista del lenguaje; tiene que unir, ensamblar para poder identificarnos.
No nos queda otra opción a los profesores / as de literatura que meditar sobre la fórmula que deberíamos adoptar en una sociedad consumista y compleja. Pero siempre partiendo de la premisa fundamental: “el comentario de la obra literaria, del texto literario”. La objeción, la crítica, el contraste de pareceres entre el autor y los lectores debe prevalecer, aunque sólo sea como algo lúdico. El hábito de este ejercicio, naturalmente, nos tiene que conducir a la disensión y, por ende, a la comprensión. Sería presuntuoso que el profesor impartiera sus conocimientos y los educandos copiaran en clase para después memorizar; desde mi punto de vista, el fracaso sería abismal.
Todo nos tiene que llevar a una posición activa y creadora que es, en realidad, lo que se pretende. El lenguaje literario se ensancha, enriquece la forma de comunicarnos, y el efecto de crear y de fijar las palabras constituyen hechos significativos dentro de la literatura en la que debe predominar la “claridad, propiedad, rigor, expresivo, decoro, corrección, armonía». Pero en la práctica, aunque se consideran fundamentales, son cotas difíciles de alcanzar, y nadie está exento de caer en lo contrario. Sin embargo, el dominio del lenguaje debe ser nuestra máxima si queremos llegar a construir pensamientos que sensibilicen al posible lector; de lo contrario, daremos razón a lo agoreros que anuncian el final de la era Gutenberg, “y el comienzo -según José Miguel Ibáñez- de la audiovisual, sensorial, irreflexiva: imágenes, sólo imágenes; no aquellas venerables imágenes creadoras del arte y la poesía, sino estas otras, instantáneas, convencionales, planas de los actuales medios de comunicación”.
La lectura se convierte en placer cuando entra en juego nuestra capacidad de creación, es cuando la obra literaria construye un mundo real o imaginario que se desarrolla, en un momento dado en la mente del lector, y éste la proyecta. En este proceso de lectura, la interpretación, como premisa del análisis del texto, sin olvidar la crítica. Ambas, comprensión y valoración se aúnan en el comentario para llegar a la especificidad del texto analizado, en el que debemos buscar, a través de la forma, la acción significadora. Tal aserto nos introduce en los diagramas que el autor construye en el plano del contenido, y a estos sumemos los del lector, que no tienen por qué coincidir plenamente, sobre todo si escrutamos todas las posibles salidas de la interpretación textual, no sólo en los significados sino en las significaciones.
Definir el sentido de un texto es hallar el punto de convergencia entre la obra y la interpretación, a veces, harto difícil. Esta estética de la recepción nos llevaría quizá a la plena comprensión del texto literario; para esto se requiere no sólo conocimiento sino talento interpretativo. El lector se encuentra con el texto y puede fijarse en múltiples acepciones, según observe los diversos modelos de análisis de textos. Varios son estos modelos, aunque los que más han llamado la atención son los estilísticos, los estructuralistas y los hermenéuticos, sin que estos sean el ungüento salvador de la comprensión textual.
Todo lo que hagamos en este sentido, debe partir del referente temático. De ahí la importancia que tiene la comprensión antes de ponernos a comentarlo desde el punto de vista que elijamos. No existe un método indefectible como axioma para cualquier texto, dependerá de cuál sea éste, y, también de los conocimientos y la aptitud del comentador.
En suma, el texto literario como objeto de reflexión.