Una semana a la orilla del Mediterráneo te hace más feliz con tanta luz y siempre el mar a la vista; es otro mundo, otra forma de ser tú, de amar la vida, de henchirte de naturaleza viviente, de entrega total. Comprendes el por qué de «la mar» y no «el mar». Recordemos los versos albertianos «El mar. La mar, / el mar. ¡Solo la mar! / Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad«. Es el olvido de lo cerrado, de lo cuadrado, de lo convencional, de lo que te anonada, te lo que te absorbe, de lo que te aturulla, de lo amorfo, de no saber entender el cáliz de la dicha. El aire, el azul del mar, te hacen más amoroso, más comunicativo; te recuerda que el tiempo hay que apresarlo, que estás aquí para pasarlo bien; es una terapia para huir de la alabanza y de la calumnia, tal y como el poeta ruso plasmó: «Recibe con indiferencia el loor y la calumnia / y no discutas con el necio».
El bautismo vacacional es una necesidad; una virtud para el cuerpo y el alma. El intelecto recupera otras alforjas que están esperando para que las abras, las llenes, las purifiques. Entre mañanas luminosas y la brisa del mar, por el paseo marítimo, al alba, entreno para la Maratón de Donostia. Me llena de alegría el ver a otros/as que corretean, que al pasar nos saludamos con una sonrisa. Es la felicidad, el preludio de un quehacer; es la forma para un acontecimiento que avecina sin saber cuál.
