Día 19. A las 8 horas partimos de la estación de Chamartín; nos esperan cinco horas de viaje. Despliego el Babelia del diario El País, y me enfrasco en la lectura. Un silencio mañadero, como aturdido, se percibe en el coche número ocho, que va completo; muy atrás, una pareja entrada en años hablan en inglés cansino, casi monosilábico de pregunta y respuesta. Son las únicas voces que golpean el aire, el resto casi adormilados.
Leída la prensa, me refugio en la relectura de La olas de V. Woolf, que seleccioné de la biblioteca personal, muy de mañana. Ya, en las primeras líneas, el recuerdo se hace docencia; la vida está diseñada de anécdotas. Fue impartiendo docencia en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, en tercero de carrera, Literatura Universal; ese día había debate, precisamente, de Las olas. Ante la intensidad del mismo, propio de quienes se forman en la Universidad, al fondo de la clase, levanta la mano una alumna-hoy famosa- y manifiesta que por qué no les hago un resumen de la obra para saber a qué atenernos. Le contesto que está en la Universidad, que no era una academia, y en cualquier caso, la literatura es disidencia, vida. Lee y disfruta; y vuelve a leer si no la has comprendido. Los debates son para ensanchar la inteligencia, confrontar conocimientos; enriquecernos todos.
Después de tantos años transcurridos, me encuentro en un vagón del tren frente a esta prosa excelente, viva, frondosa de esta gran mujer que no resistió los embates de la vida; pero que supo adentrarse en el complejo mundo de las interioridades, y sobre todo ser mujer y defender sus derechos como persona; se denominaría una mujer «en pie», la que reivindica, la que piensa, la que exige. Con los seis monólogos desnuda la interioridad de cada uno; se acerca, se aleja, confronta ante la multiplicidad, y al fondo el batir de las olas en la playa.
En este diáfano y muriente, pero todavía luminoso, mes de octubre he venido a la «clásica de atletismo», a esta ciudad hecha de trozos de cielo, Donosti. A primera hora, me dispongo para salir en dirección al estadio Anoeta donde está la salida y también la meta, con todo lo que significa entrar por su pista para terminar la carrera. Antes, ya de camino, me paré a tomar un café solo en una pastelería-panadería(Ogi Berri). Sin yo pedirlo, la camarera espìgada y rubia, me sirve también en un plato un dulce-bollo con crema. Al pedir la cuenta, me cobró 1.10 euros. Me quedé pasmado. Pensé que sería más. Hacía mucho tiempo que no tomaba un café tan bueno; me supo a gloria, a ventana; entendiendo este último término como amoroso, como hacían antes los enamorados que hablaban por la ventana por muchas causas. En ese momento, solo recordé el buen café que sirven en el Ateneo de Madrid. Como dentro de un mes vuelvo al día grande de la Maratón, intentaré tomarme otro en el mismo lugar.
Paso obligado es «la Concha». El mar está calmo, y de vez en cuando se oye un empujón de olas que destilan musicalidad para ya la gente que transita, bien paseando o bien corriendo, en un esplendente día de domingo. Al llegar a Anoeta, se respira entre los participantes la alegría en los rostros; es una fiesta; nos vamos despojando de la ropa para dejarla a buen recaudo, que somos recibidos con una cordialidad rayana en la perfección. Es un buen comienzo que la alegría, la amabilidad destilen entre todos. Algunos llegaron para inscribirse por la mañana, pero la respuesta fue: «está cerrada». Y a la hora anunciada, nos deslizamos unas 5.000 personas por la ciudad limpísima; el recorrido te impacta, pero me encantó esa curva de ballesta-con un público enfervorizado,aplaudiendo a rabiar- con que nos adentramos en el estadio con otro público ruidoso y una música que te llevaba.
Como coda, antes de volver al «rompeolas de todas las Españas», es obligado pasarse por el casco antiguo para saborear los más que acreditados pinchos.