Literatura

Los estudios literarios «ayer-hoy»

La dicotomía lengua-literatura se complementan y dan como resultante una mayor amplitud de conceptos de la obra literaria. Además, todo texto literario nace de la capacidad que tenga el escritor para la utilización del código lingüístico; el artífice, por consiguiente, de la simbiosis literatura-lengua debe tener sumo cuidado con las expresiones porque éstas quedarán, con el paso del tiempo, impresas; de ahí que la literatura conserve usos que el habla había olvidado. No pueden concebirse los textos literarios como meros reductos del pasado y crear un vacío que nos inunde. Nuestra meta, necesariamente, tiene que ir a la reconquista del lenguaje; éste tiene que ensamblar para poder identificarnos. Se puede, en fin, plantear con rigor ese código de señales que nos eleve el pensamiento para construir nuevos andamiajes ante perspectivas de posibles análisis.

La lucha constante por la expresión es el origen del arte literario; la palabra como irradiación de nuestros pensamientos bien hilvanados; la palabra, en fin, como canto, como elemento de unión entre lo material y espiritual, como simbiosis entre cielo y tierra. Miguel de Unamuno enalteció la palabra en la estrofa: “¡Ara gigante, tierra castellana, / a ese tu aire soltaré mis cantos, / si te son dignos bajará al mundo / desde lo alto!”

A pesar de todo, los estudios literarios han perdido envergadura en los programas oficiales. Ya, el que fue Director de la Real Academia Española, Fernando Lázaro Carreter, alzó su voz en el año 1973 para parar lo que más tarde se convertiría en realidad. Denunciaba una situación que afectaba a centenares de profesores, “cuya vocación qué otra cosa les llevó a enseñar humanidades españolas. Las Universidades sin excepción conocida, han callado; los alumnos universitarios cuyo porvenir profesional está ligado al futuro de aquellas universidades, tampoco han inscrito ésta entre sus reivindicaciones. Tal vez se deban a una íntima y dramática desconfianza en las posibilidades de hacerse oír”. De nuevo, Fernando Lázaro Carreter se ha referido a lo mismo de manera clara y tajante: “Vamos de mal en peor. La muestra del retroceso es que multitud de chicos, incluso universitarios, no entienden el lenguaje del profesor. Son generaciones de jóvenes mudos, que emplean un lenguaje gestual, interjectivo y de empujón. Esta situación hay que denunciarla”.

Ahora, tampoco, cuando el cambio llama a las puertas y las reformas de las enseñanzas se acomodan, el hecho literario está en la línea de salida. Pero mientras la persona exista echará de menos el libro. Rememorando a Francisco de Quevedo, “si no siempre entendidos, siempre abiertos /… Al sueño de la vida hablan despiertos”, o a Jorge Luis Borges, “extensión de la imaginación y de la memoria”.

La literatura no puede morir, a pesar de que muchas veces dé la sensación de una cierta desaparición, “frente a la avalancha de vulgaridad, superficialidad y consumismo”. Somos nosotros los educadores los que tenemos que discrepar de las reformas que no tengan en cuenta la literatura como materia obligatoria en los planes de estudios. No podemos permanecer inermes ante hechos consumados. El académico Rodríguez Adrados con motivo de su ingreso en la Real Academia de la Lengua nos advertía del menosprecio por la literatura, “los políticos ya no hacen citas literarias. Ser un poeta ya no es una categoría social y pública. La literatura, que ha sido la vía de la inteligencia, de la crítica, de la enseñanza, tiende a reducirse a un pequeño grupo de gente marginal que apenas cuenta si no es para recibir de tarde en tarde un premio”.

El académico Mario Vargas Llosa manifiesta que la literatura nos hace más críticos con lo que nos rodea, más inconformistas. Y en una exaltación de la misma dice que “a diferencia de los espectáculos, la literatura deja minas que estallan en la distancia de la memoria. Enseña y revela la verdad de las mentiras, la verdad de la ficción. La historia de la literatura es la historia de la insatisfacción humana”.

No nos queda otra opción que meditar sobre la fórmula que deberíamos adoptar en una sociedad consumista y compleja. Pero siempre partiendo de la premisa fundamental: “el comentario de la obra literaria, del texto literario”. La perfección, la matemática en una clase de literatura no cabe. La objeción, la crítica, el contraste de pareceres entre el autor y los lectores debe prevalecer, aunque sólo sea como algo lúdico. El hábito de este ejercicio, naturalmente, nos tiene que conducir a la disensión y como consecuencia a la comprensión. Sería presuntuoso que el Profesor sólo impartiera sus conocimientos y los educandos copiaran en clase para después memorizar; desde mi punto de vista el fracaso sería abismal. La dinamicidad de la literatura y, por ende, del texto, nos darán una visión del entorno semántico, aunque lógicamente no puede convertirse en algo primordial, sino en maneras para llegar a la comprensión, y hacer así, por lo menos, una literatura viva. De esta forma contribuiríamos a desarrollar nuestro intelecto como actividad continua y metódica. La formación en este sentido es cardinal como ejercicio no sólo cultural sino también vivencial. Analizar una obra literaria o un texto sería descubrir nuevas ideas que ocupan un determinado lugar y, en suma, una relación interdependiente en el texto literario. Esto nos llevaría  a una posición activa y creadora, que es en realidad lo que se pretende.

El lenguaje literario se ensancha, enriquece la forma de comunicarnos, y el efecto de crear y de fijar las palabras constituyen hechos significativos dentro de la literatura, y ésta a su vez, como defiende Rafael Lapesa, requiere una serie de modalidades que se cifrarían en “claridad, propiedad, rigor expresivo, decoro, corrección, armonía, abundancia y pureza”.

 Pero en la práctica, aunque se consideran fundamentales, son cotas difíciles de alcanzar, y nadie está exento de caer en lo contrario. Sin embargo, el dominio del lenguaje debe ser nuestra máxima si queremos llegar a construir pensamientos que sensibilicen al posible lector, de lo contrario daremos razón a los agoreros que anuncian el final de la era Guttenberg, “y el comienzo según José Miguel Ibáñez de la audiovisual, sensorial, irreflexiva; imágenes, sólo imágenes; no aquellas venerables imágenes creadoras del arte y de la poesía, sino estas otras, instantáneas, convencionales, planas de los actuales medios de comunicación”. Desde que la persona tuvo conciencia de la importancia de la palabra, la secuestró como vehículo primordial de comunicación; con ella fijó la cultura visual; ésta, por otra parte, queramos o no, tiene como soporte la palabra. Y no la hallaremos en sitio mejor que en la literatura.

El crítico y profesor García Posada pide sensatez, “dejar que el ámbito de la literatura sea un ámbito del espíritu y no de la guerra sin cuartel; de la guerrilla, habría que decir mejor. Los tiempos ya no vienen para querellas, sino para defender el patrimonio literario y la creación poética, que están amenazados, no sé si mucho o poco, pero amenazados. Por determinados inventos técnicos y, sobre todo, por quienes se valen de la literatura para prostituirla, que actúan a modo de nuevos caballos de Troya y son, sin duda, los grandes enemigos”.

En modo alguno podemos aceptar la imagen por la imagen. César Vallejo pedía: “hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres”. La letra impresa, el placer de leer se debe convertir en algo constitutivo. En este plano, nuestra capacidad de comprensión sería mayor, la persona sería más libre y menos susceptible de manipulación por cualquier totalitarismo. El arte de la palabra es el basamento de nuestra libertad, y la fuerza del lenguaje nos conducirá a la defensa de la obra literaria.

En este sentido, Emilo Lledó en una entrevista publicada en la revista Educación y biblioteca, en octubre de 1994, justificaba el futuro del libro frente a las nuevas tecnologías: “Ahora que se dice que el libro está como de capa caída, no hace falta más que acudir a las librerías alemanas, ver la potencia de la edición, cómo la gente lee en el metro y en el autobús, observar que el libro sigue siendo un elemento fundamental. Y yo creo que superará esta crisis de los defensores de las imágenes sobre las palabras, puesto que la palabra vale más que mil imágenes, por muy impresionantes que puedan ser algunas imágenes”.

Antonio Machado en el periódico La Voz de Soria insistió en que “lo importante es crear hondos estados de conciencia, no imágenes por imágenes”. De ahí nuestra insistencia de que hay que hablar de textos, no sobre textos, porque explicar un texto literario consiste, fundamentalmente, en identificar en él ciertas constantes retóricas ya codificadas, y en valorar su rendimiento y acierto expresivo. Esto nos llevará a crear lectores, y a fomentar el amor a la palabra creadora. En fin, a gozar de la literatura artística. Este menester, ”se manifiesta en una experiencia individualizadora, intuitiva y creativamente expresada y, por tanto, misteriosa, inefable, pero verdadera y real”.

La lectura se convierte en placer cuando entra en juego nuestra capacidad de creación; es cuando la obra literaria construye un mundo real o imaginario que se desarrolla, en un momento dado, en la mente del lector, y éste la proyecta. La interpretación, por tanto, como premisa del análisis del texto, sin olvidar la crítica. Ambas, comprensión y valoración se aúnan en el comentario para llegar a la especificidad del texto analizado, en el que debemos buscar, a través de la forma, la acción significadora. Tal aserto nos introduce en los diagramas que el autor construye en el plano del contenido, y a estos sumemos los del lector, que no tienen por qué coincidir plenamente, sobre todo si escrutamos todas las posibles salidas de la interpretación textual, no sólo en los significados sino en las significaciones. Contenido y expresión lingüística nos acercarían a la fuente del texto literario, que es lo que se pretende. En suma, el texto literario como objeto de reflexión científica, y como defensa frente a las afrentas de la vida.

 De nada serviría si alguien quiere decir algo y no encuentra las palabras adecuadas. El pensamiento se esfuma y las ideas no se concretan. De ahí que la lengua ocupe un lugar destacado en la literatura. Ambas se necesitan. Si la lengua es el medio habitual de comunicación humana y, por tanto, de la necesidad de su análisis, debemos hacer hincapié, también, en el valor de otra de las creaciones humanas: la literatura. Debemos huir de la retórica vacía, de esos comodines, “esas frases hechas, muchas veces de carácter eufemístico, otras hinchadas en ridículas hipérboles, que tanto se prestan al fácil remedo y a la burla. Ello sin hablar de la no-retórica, ni mala ni buena, del descuido, flojedad y torpeza expresiva, de la impávida ignorancia gramatical, que es hoy en día la plaga creciente en los medios de comunicación pública”.

Problema difícil es plantearse el hecho literario como materia de estudio y pretender llegar a trazar la línea que separa lo literario de lo no literario. Muchos criterios se han defendido, sin que el correr de los siglos haya sido capaz de responder, de una vez para siempre, a la pregunta: ¿Qué es la literatura? No es nuestro intento abordar el problema en este momento, y por tanto no consideramos oportuno recoger algunos de los criterios y definiciones que parecen más sólidos, pero sí aportar el pensamiento de Paul Eluard referido a la literatura: “Hay otros mundos, pero están en éste”. Solamente he señalado los aspectos primordiales por los que la literatura nos parece materia de gran transcendencia socio-cultural, lo cual garantiza el que sea estudiada de forma sistemática por todo ciudadano en la fase estrictamente formativa, sin que esto sea óbice para que una formación literaria sólida se ponga al alcance del ciudadano por medio de los grandes canales de comunicación: prensa, radio y televisión.

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