El inicio de una nueva Edad de Oro en la novela tiene una fecha, un nombre y una novela. Este planteamiento corresponde, sin duda, a Benito Pérez Galdós con La Fontana de oro (1870). Aunque siempre se ha escrito y hablado de las tres grandes figuras de la estética realista -Galdós, Valera y Clarín-, sin embargo, no seríamos equitativos si no nombramos a Emilia Pardo Bazán, Pedro Antonio de Alarcón, El Padre Coloma, José María Pereda, Armando Palacio Valdés y Vicente Blasco Ibáñez. Este es el cuadro de honor de nuestro realismo decimonónico que tanta gloria dará a la novela española, no sólo en España sino en el mundo.
Leopoldo Alas «Clarín» propuso el año 1868 como origen de una nueva época de la novela española. En palabras del escritor: «Y es que para reflejar, como debe, la vida moderna, las ideas actuales, las aspiraciones del espíritu presente, necesita este género más libertad en política, costumbres y ciencia, de la que existía en los tiempos anteriores a 1868. Es la novela el vehículo que las letras escogen, en nuestro tiempo, para llevar al pensamiento en general, a la cultura común, el germen fecundo de la vida contemporánea».
BENITO PÉREZ GALDÓS. Es el novelista por excelencia de la novela del siglo XIX. Mucho se ha escrito y, posiblemente, se escribirá de la obra de quien ha sido considerado el más grande novelista después de Miguel de Cervantes en lengua castellana/española. Aserto que es contemplado por algunos como desmesurado. Pero sin entrar en la polémica, su obra sigue viva y sus lectores cada día se reproducen; por consiguiente, la obra galdosiana no ha envejecido, y muchos de sus escritos si se leyeran sin anteojos, incluso por algunos a quienes les han puesto el peto de galdosianos sin apenas haberlo leído, se observará que tienen plena vigencia, y, sobre todo, se olvida el fin didáctico y el compromiso ético que subyace en todo lo que escribió. Sin esta premisa difícilmente podremos asimilar lo que ha sido una constante en toda su obra literaria: La preocupación y el análisis de la realidad.
Inmerso, pues, en la sociedad, Pérez Galdós no duda en el tema. De ahí que se decante en un principio, por dos novelas eminentemente históricas –La Fontana de Oro y El Audaz- pero que tienen un aserto en la sociedad que le ha tocado vivir. Galdós pergeña la defensa de una novela realista española que responda a las exigencias del momento histórico y que, al mismo tiempo sea portavoz de la burguesía naciente, y, a la vez, reflejo de los problemas más acuciantes que observa. Galdós sajó, con habilidad, aquella sociedad que él también conocía. A ella se acercó con el propósito de diseccionarla. Cual Diablo Cojuelo quiere ver las capas sociales madrileñas; asomarse, en suma, a la ínfima pobreza de seres henchidos por el desconsuelo y la marginación.
Para comprender la sociedad contemporánea hay que estudiar su pasado. De ahí el objetivo primordial de sus dos primeras novelas La Fontana de Oro y El Audaz. Con ellas pretende rehumanizar la Historia, y propende a la Historia porque ve en ella el trampolín que le servirá de engarce con la realidad que observa. No suficiente con esto, Galdós piensa en qué tipo de novela puede ser idónea para reflejar y proveer a esa sociedad surgida de 1868. De ahí que dibuje el panorama político y social en Doña Perfecta, Gloria, Marianela, La familia de León Roch, sin olvidar Rosalía, que no publicó en vida.
En su plenitud novelesca arranca con La desheredada, que supone una aceptación de la técnica naturalista y que proseguirá con El amigo Manso, El doctor Centeno, Tormento, La de bringas y Lo prohibido. Con estas novelas, Galdós comenzaba su tercera manera de narrar, donde desaparece la novela de tesis y, por consiguiente, los diseños mentales.
El cuarto estrato narrativo está configurado por la progresiva interiorización individual de los personajes; pensemos en Fortunata y Jacinta, Miau, La incógnita, Torquemada en la hoguera, Realidad, Ángel Guerra, Tristana y La loca de la casa. En su andadura novelesca prosigue con la interiorización exaltando la voluntad de vivir, pero desde la realidad para llegar a rebelarse contra el destino. Este período correspondería a Torquemada en la Cruz, Torquemada y San Pedro, Nazarín, Halma, Misericordia y El abuelo. Con estas novelas consigue encerrarse en una nueva forma: «el espiritualismo«. Y finalmente se aferra a su técnica y se encamina hacia el sueño de la realidad con Casandra, El caballero encantado y La razón de la sinrazón.
Todo esto no puede ser considerado como una suma de sucesos o conflictos, sin más, que pululan por doquier. Es algo más. Es una fe que abarca el campo inmenso de la realidad española. «Lo contrario -como apunta María Zambrano, pues, de ese nadismo o niquilismo que se esconde bajo el llamado realismo, bajo el naturalismo -aunque no todo- , y tanto más raro porque no se declara ni expresa por separado».