No se pudo ir a la obra El caballero de Olmedo porque las entradas para grupos en el teatro Pavón estaban agotadas. Así es que me apresuré antes del estreno de El perro del hortelano de Lope de Vega a reservar.
La vuelta de Lope de Vega a los escenarios siempre produce alegría; es un agradecimiento por su esfuerzo continuado tanto en la dramaturgia como en su poesía; los chascarrillos que se cuentan-incluso en la Universidad- no se sostienen; alicortos existen en todas partes. No sabemos dónde está enterrado, esa es la verdad; pero, no mareemos más; seguro que si hubiera nacido en Inglaterra ya se encargarían para que fuéramos en peregrinación, y a buen seguro hubieran «echado a los leones» a aquella periodista que profanó su nombre en el diario El País. Cuenta Montalbán que cuando murió «las calles estaban tan pobladas de gente que casi se embarazaba el paso, al entierro, sin haber balcón ocioso, ventana desocupada ni coche vacío. Y así viendo una mujer tanta grandeza, dijo con mucho donaire: sin duda este entierro es de Lope, pues es tan bueno».
Ante el autor más prolífico que se conoce acudimos, hoy, a los teatros «Canal» en el que se representó El perro del hortelano. Con público lopiano-que abarrotó la sala verde- comenzó, en un ambiente festivo, y en un escenario propio una de las obras más famosas del dramaturgo. Amor, celos, honor, envidia, traición, estamento social, y finalmente triunfo de la libertad con el plano amoroso como agarradero, base de las relaciones humanas. Lope es grande porque hizo de la vida literatura; la escritura fue una necesidad interior, la sintió, escudriñó, libó para sacar lo mejor, creía lo que escribía. Para Lope escribir es vivir. Nunca agradeceremos bastante lo que nos ha legado.