Ante el murmullo desatado por la película, de nuevo, he leído la obra de F. Scott Fitzgerald. Me acerqué a la lectura allá en el año 1990; aún conservo la edición de Alfaguara, una reimpresión de la de 1983. He tenido en cuenta las primeras líneas; el consejo que le da su padre: «Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha disfrutado de las facilidades que tú has tenido«. Ahora, con la distancia, sigo pensando lo mismo después del tiempo trascurrido; una obra «mediocritas»-entiéndase el término latino, primera acepción-. No sé los motivos por los que The Great Gatsby está en el candelero como una obra magna. Mantener que es representativa de los felices años veinte antes de la hecatombe de 1929, no sería suficiente. En realidad, la he vuelto a leer porque como bien saben mis alumnos/as no soy partidario de que las obras literarias vayan al cine, y, precisamente, lo he hecho ante el alboroto mediático-cinéfilo.
El nombre de Scott Fitzgerald siempre ha estado como en un altar, incluso se ha repetido hasta la saciedad su opinión sobre los cuentos La Cenicienta y Pulgarcito como paradigmas del buen hacer, como básicos de todos los tiempos, más allá de estar esmaltado en la llamada «Generación perdida» con los Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Dos Passos como baluartes de un período concreto, pero con diferencias narrativas entre ellos. Si con motivo de la película se ha leído la obra miel sobre hojuelas.