El Madrid de Galdós en La Fontana e Oro

Pérez Galdós es uno de los escritores que más fama ha dado a Madrid. La mayor parte de sus novelas así lo atestiguan. Podemos decir que lo mítico se adueña del espacio, de la historia y de los personajes. El escritor canario-madrileno trasciende la realidad. El Madrid galdosiano en el siglo XXI es muy fácil buscarlo. En esta ocasión, me voy a referir al descrito en su primera novela publicada en 1870. La evocación galdosiana no nos deja a la intemperie: “la mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubes, La Fontana de Oro”.
Nombra en su novela a 49 calles, desde la Puerta de Sol hasta Ronda de Toledo, aunque se detenga con mimo en los aledaños de la Carrera de san Jerónimo. Algunas, hoy, no existen, pero la gran mayoría guardan el sabor de su historia.
En alguna ocasión he pensado qué itinerario acoge mejor lo narrado en la novela. Después de dar vueltas al pensamiento, no tengo dudas que el mejor sería el “vía crucis” de Clara. El lector/a si se adentra en el personaje-es la base de muchas de sus ideas-, sufrirá. El desvelo de Clara llegará a la máxima cota, y más cuando se ve en medio de la calle Válgame Dios sin saber dónde ir, y contemplar el sentimiento del desprecio del amor, del cariño que siempre le faltó. Noche aciaga que nos hace sentirnos más humanos, más cercanos ante el que se abate. No nos sorprende que el primer impulso fuera correr ante el horror que le inspiraba la casa de las “Porreño”. Al oír voces, intentó acercarse, pero al percatarse de que eran borrachos se desvió por la calle Barquillo, famosa por estar en el no menos célebre barrio de los chisperos, aunque en aquel tiempo ya existían casas nobles al lado de casa humildes.
Desde la calle Alcalá subió hacia la Puerta del Sol, pero al percatarse de que venía gente se dirigió al Prado. Se detuvo en Cibeles. De lejos observó el Neptuno de la fuente; en su caminar torció a la derecha y se encontró con la Carrera de san Jerónimo; la cuesta la desvaneció y se sentó en el umbral de una puerta. Tenía que preguntar, estaba desorientada; no había otra opción; anduvo un buen rato y llegó a la plazuela del Espíritu Santo. Un caballero quiso desviarla por la calle del Lobo, pero ella quería saber por donde se iba a la calle Humilladero. Pasó la plazuela de santa Ana, y después la del Ángel. Ya no sabía qué hacer. Al ver que venía un clérigo con el rosario en la mano creyó que vería el cielo; le prometió que la llevaría hasta la calle solicitada. Pasaron por la calle Atocha, Mayor, plazuela de san Miguel, plazuela del Conde de Miranda, callejón de Puñorrostro, y aquí se para el fraile y le ofrece que suba a su casa que estaba a espaldas de san Justo, su parroquia. Clara se percata del engaño y rehúsa subir; ante la insistencia que le dijera dónde se encontraba la calle, el fraile cerró violentamente con mano colérica la puerta. ¿Cómo no iba a ser anticlerical, Galdós?
En medio de la noche, abatida, sin fuerzas ni para pensar, dio con la calle Sacramento. Aquí encontró a un sereno que le indicó la dirección verdadera. Bajó la cuesta de los Consejos, Cuesta escarpada de los ciegos, Plazuela de la Paja, Plazuela de los Carros, calle Segovia, la Morería, Don Pedro, y en frente de la capilla de san Isidro, la calle del Humiladero, núm. 14. Es cuando respiró y en su semblante se reflejaba el alivio, la alegría.
Después de este itineriario, me viene a la memoria la expresión galdosiana «¡Oh Madrid! ¡Oh Corte»! ¡Oh confusión y regocijo de las Españas» en su ensayo Guía espiritual. Posteriormente, en días aciagos, Antonio Machado cantaría ¡Madrid, Madrid! ¡Qué bien tu nombre suena, rompeolas de todas las Españas!».