L I T E R A T U R A Y
S O L I D A R I D A D
La brevedad del camino
en nada amengua el radio
infinito de la injusticia.
A. Machado
Siempre existe algún motivo para acercar la literatura a la sociedad. Por desgracia, para la inmensa mayoría el término «literatura» es algo vacuo, estéril y lejos de la vida diaria. También este espíritu lo hallamos en los que elaboran planes de estudios; en sus temibles reformas educativas, que tienen como norte la infatigable virtud de empeoramiento. Observamos cómo, en la práctica, en la enseñanza secundaria la asignatura Historia de la literatura española ha desaparecido como tal, se mire como se mire. Pero lo que duele verdaderamente es que en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid con los nuevos planes de estudios nos hayan también mandado al desván. ¿Cabe más sin sentido que en una Facultad donde los cimientos primordiales deben ser la lengua y la literatura, ésta prácticamente desaparezca? Y, sin embargo, la dinamicidad de la literatura en el mundo actual cobra un singular interés, y se hace más necesaria que nunca. Nada hay más útil que la literatura. Ella nos enseña a ser libres, a interpretar la realidad; a ser nosotros. Claro que la literatura no es -rememorando a Antonio Muñoz Molina- «aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba el profesor…, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso».
Enseñar literatura es indagar en las palabras de una obra literaria la esencialidad, la palpitación síquica que nos es entregada a través de los siglos; por lo tanto, el espíritu de la palabra pajareará por nuestro pensamiento como constante; de ahí que no sólo nos sirva para expresar alguna cosa sino también para expresarse uno a sí mismo. La literatura es un pozo inagotable donde al mismo tiempo podemos contemplarnos, mirar dentro de nosotros y también más allá del alcance de nuestra mirada. No puede ser de otro modo ya que en ella se encuentran los parámetros por los que nos desenvolvemos en la vida. Sin esa literariedad nos faltaría la savia de nuestro conocimiento existencial, y la utilidad o no de ésta no tiene consideración como tal; ¿cómo vamos a pensar sobre algo que es consubstancial al ser humano? Y uno de los aspectos desarrollados en la literatura es una palabra clave en la conciencia humana: Solidaridad, y solidaridad está más cercana a la «justicia» que a la caridad, porque el dinero como fin no solucionaría los problemas del mundo, sino precisamente la solidaridad y la justicia. Exactamente lo que pide Galdós a través de ese gran personaje, llamado N I N A, en Misericordia, que no es caridad sino justicia. ¿Cómo es posible que en el siglo ventiuno todavía sigamos pensando en tantas «Ninas» para socorrer al necesitado, incluso, y diría más, en los países que se ufanan de desarrollados?
Si estamos atentos a los medios de comunicación e incluso si no somos ciegos ante la realidad de nuestra conciencia, muchas veces nos sale la expresión ¡qué injusticia! En este sentido el mundo ha cambiado poco, y si nos acercamos a lo que consideramos como el tercer mundo, menos; pero atención, el tercer mundo también lo encontramos en el alfoz de las grandes ciudades.
En general, podemos partir de la base de que la Literatura no es algo aislado sino que es el reflejo de la situación política, social o económica de un país, pero también del hombre ante su conciencia. La literatura, por ende, debe convertirse en una defensa contra los despropósitos de la vida. Por eso, no sólo debe ser notario de la realidad, sino que los acontecimientos de un momento dado deben incidir sobre la obra literaria, y ésta debe servir de instrumento para denunciar ciertas formas de vida, de tal forma que el posible lector se incline fehacientemente para acabar con la injusticia social. Así lo entrevió, por ejemplo, Bertolt Brecht en el año 1932 cuando publicó su «Loa de la dialéctica» en la que podemos observar la incitación del oprimido para que luche contra la injusticia de los opresores y así se transforme todo lo que de reprobable exista.
Por esta época también, en el año 1938, publica Gabriela Mistral el libro Tala, en el que recoge el sentido metafísico de la existencia humana para hacernos copartícipes de todo lo humano que albergamos, y señalarnos la unicidad en este aspecto, y, sin embargo, somos nosotros los que no deseamos ser como nuestro semejante por nuestra sombra cainita que nos persigue y el egoísmo más atroz. En el poema «Ausencia» la poetisa nos hace una introspección muy profunda que nos lleva reflexionar sobre la propia vida: «¡Se te va todo, se nos va todo! / Se va mi voz, que te hacía campana / cerrada a cuanto no somos nosotros. / Se van mis gestos que se devanaban, / en lanzaderas, debajo tus ojos. / Y se te va la mirada que entrega, / cuando te mira, el enebro y el olmo. / Me voy de ti con tus mismos alientos: / como humedad de tu cuerpo evaporo. Me voy de ti con vigilia y con sueño, / y en tu recuerdo más fiel ya me borro. / Y en tu memoria me vuelvo como esos / que no nacieron en llanos ni en sotos. (…) / ¡Se nos va todo, se nos va todo!»
En las Antillas surgió una poesía afrocubana de llamativa originalidad. El poeta que más se ha distinguido en su difusión ha sido Nicolás Guillén. Con su poesía sonora, vibrante, sensual y rítmica presenta la denuncia de las injusticias. Se pone al lado de los débiles, de los que no tienen voz para elevarlos a la categoría de lo bello; pero sobre todo para hacernos comprender que tienen la misma condición que el resto de los humanos. En el año 1934 publicó el poema titulado «Dos niños» en el que nadie puede ser ajeno a la triste realidad de seres indefensos e inocentes por encima de las razas y el color: «Dos niños, ramas de un mismo árbol de miseria, / juntos en un portal bajo la noche calurosa, / dos niños pordioseros llenos de pústulas, / comen de un mismo plato como perros hambrientos / la comida lanzada por la pleamar de los manteles. / Dos niños: Uno negro, otro blanco. / Sus cabezas unidas están sembradas de piojos; / sus pies muy juntos y descalzos; / las bocas incansables en un mismo frenesí de mandíbulas, / y sobre la comida grasienta y agria, / dos manos: Una negra, otra blanca. / ¡Qué unión sincera y fuerte! / Están sujetos por los estómagos y por las noches foscas, / y por las tardes melancólicas en los paseos brillantes, / y por las mañanas explosivas, / cuando despierta el día con sus ojos alcohólicos. / Están unidos como dos buenos perros… / Juntos así como dos buenos perros…/ uno negro, otro blanco, / cuando llegue la hora de la marcha / ¿querrán marchar como dos buenos hombres, / uno negro, otro blanco? / Dos niños, ramas de un mismo árbol de miseria, / comen en un portal, bajo la noche calurosa«.
En esta línea dechada de entrega a los demás se hallan, por ejemplo, «Canción de los hombres perdidos» en la que revindica dignidad para el hombre, o la más famosa «La muralla» en la que exige esa gran muralla que vaya del monte hasta la playa impregnada de solidaridad entre todas las razas.
Uno de los poetas que quizá haya sabido captar mejor la realidad del mundo contemporáneo desde la poesía, haya sido el peruano César Vallejo. En su obra hallamos la más nítida expresión de desengaño y angustia existencial. Del epistolario entre Vallejo y Pablo Abril de Vivero conocemos varias cartas en las que se recogen las angustias y necesidades de extrema urgencia, de estados de desamparo, de abismos de miseria y de desesperación. En una de sus primeras cartas, Vallejo expone su miseria con un patetismo que será el común denominador de su poesía: «Yo no soy bohemio: a mí me duele mucho la miseria, y ella no es una fiesta para mí, como lo es para otros. A las usinas he ido muchas veces. ¿Será que he nacido desarmado del todo para luchar con el mundo? Pueda ser. Pero este sobresalto diario viene a dar directamente en mi voluntad». Como podemos comprender esta necesidad le conduce a una actitud de fatalismo y resignación ante la vida. Vallejo siente que su sufrimiento y el olvido de los otros son los signos de una existencia cuya única virtud regeneradora es activada por el sacrificio. Pero el dolor no es estéril ya que uno sólo puede redimir a todos.
El papel cristiano de víctima elegida no impide las resonancias de un espíritu frustrado a la vez por la injusticia de que es objeto, y se agarra a la idea de que el fin de la injusticia pasa siempre por el sacrifico del individuo en nombre de los demás.
César Vallejo capta la sensibilidad de su entorno, y en su poesía observamos reflejada la crisis espiritual que se adueña de la primera mitad de siglo, probablemente por una pérdida en los valores tradicionales. En su primer libro Los heraldos negros si bien todavía no se atisba lo que conseguirá con sus obras siguientes, sí encontramos signos como el dolor, el desengaño, la muerte, etc. que nos conducirán a la simbiosis existencialista del hombre. Expresa la angustia metafísica de un joven que no puede aceptar las creencias en las que ha sido educado. Se queja de un mundo donde Dios va dejando de ser a medida, que los hombres van perdiendo fe en las interpretaciones del universo a través de los estremecedores versos: «Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave. O estos otros: «Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé! / Golpes como el odio de Dios, como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma…Yo no sé! / son pocos, pero son…Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; / o los heraldos negros que nos manda la muerte. / Son las caídas hondas de los Cristos del alma, / de alguna fe adorable que el destino blasfema. / Esos golpes sangrientos son las crepitaciones / de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. / Y el hombre…,pobre…,pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / se empoza, como charco de culpa, en la mirada. / Hay golpes en la vida, tan fuertes…Yo no sé!»
Su obra clave es Trilce. César Vallejo, a través de ella, ve la existencia humana como desconcertante. Se adentra en la soledad del mundo y sólo encuentra caos, tristeza y dolor. En el libro quizá se explique, en parte, la historia personal del poeta en la que casi siempre observamos la de un niño desamparado. Fue el último hijo de una familia numerosa, y pasó la infancia en un ambiente aislado de un pueblo de los Andes. Luego marcharía a la ciudad. Este cambio produjo inseguridad e insuficiencias ante un mundo devorador. Efectivamente, en Lima sufrió la soledad de un inmigrado. Este mundo desconocido acarrea la falsedad del circo. Pero con ironía recuerda haber realizado el sueño del provinciano ambicioso de venir a Lima a la conquista de la riqueza: «Pero he venido de Trujillo a Lima. / Pero gano un sueldo de cinco soles”.
Mas la preocupación máxima del poeta por el dolor y el sufrimiento de los demás lo hallamos en Poemas humanos, libro publicado póstumamente en 1939 y en el que recoge otra crisis colectiva. Es el incierto clima político y económico de Europa en los años veinte. Vallejo ve al hombre sacudido por demasiadas crisis. La socio-política de los que gobiernan el mundo se demuestran incapaces de parar el mal, la miseria y el dolor se propalan exageradamente y el poeta apostilla: «Y desgraciadamente, / el dolor crece en el mundo a cada rato, / crece a treinta minutos por segundo, paso a paso… / Crece la desdicha, hermanos hombres, / más pronto que la máquina, a diez máquinas, / y crece / con la res de Rousseau, con nuestras barbas; / crece el mal por razones que ignoramos / y es una inundación con propios líquidos, / con propio barro y propia nube sólida».
El mal es demasiado para que pueda ser combatido por el hombre; con estos versos expone las deficiencias de la sociedad industrial y la ´res publica´ descrita por Rouseau y otros pensadores del siglo de las luces. La sociedad es reducida al caos y se destruye el orden: «Invierte el sufrimiento posiciones, da función / en que el humor acuoso es vertical / al pavimento, / el ojo es visto y esta oreja oída…»
La unicidad de este libro está en la muerte, en la destrucción. En él se patentiza el sacrificio del hombre por vivir en un mundo hostil, aun cuando muestre actitudes diversas y contrarias como el llanto, el grito o el aguante taciturno, pero sobre todas prevalece la solidaridad interhumana; esta solidaridad no sólo está con el desvalido sino en una forma de comportarse. De ahí que con Poemas humanos César Vallejo haya conseguido acercarse al hombre y llegar al latido existencialista. Famoso es el poema titulado «Traspié entre dos estrellas» en el que se sumerge en el ser humano: «Hay gentes tan desgraciadas, que ni siquiera / tienen cuerpo; cuantitativo el pelo, / baja, en pulgadas, la genial pesadumbre; / el modo, arriba; / no me busques, la muela del olvido, / parece salir del aire, sumar suspiros mentalmente, oír / claros azotes en sus paladares! / Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen / y suben por su muerte de hora en hora / y caen, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo. / ¡Ay de tanto! ¡ay de tan poco! ¡ay de ellas! / Ay en mi cuarto, oyéndolas con lentes! / Ay en mi tórax, cuando compran trajes! ¡Ay de mi mugre blanca, en su hez mancomunada! / Amadas sean las orejas sánchez, / amadas las personas que se sientan, / amado el desconocido y su señora, / el prójimo con mangas, cuellos y ojos! / Amado sea aquel que tiene chinches, / el que lleva zapato roto bajo la lluvia, / el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas, / el que se coge un dedo en una puerta, / el que no tiene cumpleaños, / el que perdió su sombra en un incendio, / el animal, el que parece un loro, / el que parece un hombre, el pobre rico, / el puro miserable, el pobre pobre! / Amado sea el que tiene hambre o sed, pero no tiene / hambre con qué saciar toda su sed, / ni sed con qué saciar todas sus hambres! / Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora, / el que suda de pena o de vergüenza, / aquel que va, por orden de sus manos, al cinema, / el que paga con lo que le falta, / el que duerme de espaldas, / el que ya no recuerda su niñez; amado sea / el calvo sin sombrero, / el justo sin espinas, / el ladrón sin rosas, / el que lleva reloj y ha visto a Dios, / el que tiene un honor y no fallece! / ¡Amado sea el niño, que cae y aún llora / y el hombre que ha caído y ya no llora! / ¡Ay de tanto! ¡Ay de tan poco! ¡Ay de ellos!»
No es posible, nos dice el poeta, que haya hombres tan desgraciados revestidos de tristeza, dolor y miseria. En estos versos anida un alegato contra la sociedad que permite tantas desgracias humanas, nos dibuja a seres que no tienen derecho a su propia existencia; desde que nacen hasta que fallecen están muertos a la vida; el poeta se siente uno más; sufre en su propio ser la miseria y el dolor a manos llenas de tantos desgraciados, que son muchos y tienen tan poco. De forma pormenorizada nos traza los diversos tipos de gentes que sufren en la vida. La impresión es de miseria total. Su letanía, machaconamente directa y repetitiva, envuelve a la conciencia del lector, y, al mismo tiempo, acentúa el poder comunicativo de su poesía.
Uno de los hechos literarios españoles más importantes en la segunda mitad del siglo fue la aparición de la poesía social, cuyo sustrato lo hallamos en Rafael Alberti y Pablo Neruda; sin olvidar a Federico García Lorca y su libro Poeta en Nueva York. Su estancia en la ciudad-expresión máxima de desarrollo- llevó al poeta hasta el agotamiento y la rebeldía. Con dos palabras resume su visión neoyorquina: «Geometría y angustia«. El acento social al contemplar tanta deshumanización se incorpora a su obra. El materialismo más atroz y la esclavitud del hombre son contemplados por el poeta granadino como una bofetada a la pura existencia. Por eso sus poemas son alaridos de dolor, son gritos de angustia, de soledad, de frustración al ver a millones de personas que sufren. Su corazón desgarrado participa de las desgracias de los demás. Se siente unido con todos aquellos que, como él, padecen una situación de desamor. Como ejemplo recordemos el poema titulado «Nueva York» : «Óxido, fermento, tierra estremecida. / Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina. / ¿Qué voy a hacer? ¿Ordenar los paisajes? / ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, / que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre? / No, no; yo denuncio. / Yo denuncio la conjura / de estas desiertas oficinas / que no radian las agonías, / que borran los programas de la selva, / y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas / cuando sus gritos llenan el valle / donde el Hudson se emborracha con aceite».
Esta visión de la ciudad es un símbolo de la falta de solidaridad en el universo; ante esta situación, ¿qué hacer? El poeta sólo nos ha retratado el sufrimiento de seres que pueblan no sólo la ciudad norteamericana. Con su poesía -llamémosla surrealista- denuncia la injusticia, la miseria y la opresión a que están sometidos algunos seres humanos en esta sociedad de riquezas y superlujos, pero que al lado crece en mayor medida la pobreza.
Saltemos, por un momento, a la poesía española de los años cincuenta, labrada de entrega y solidaridad. Su común denominador es la realidad descarnada del vivir humano, y la palabra se convierte en portadora de la complejidad que rodea al ser humano. Blas de Otero en el año 1950 en su libro Ángel fieramente humano define al hombre como «horror a manos llenas», e inmerso en el entorno que le tocó vivir lo fija: «Un mundo como un árbol desgajado. / Una generación desarraigada. / Unos hombres sin más destino que / apuntalar las ruinas (…) / Desesperadamente busco y busco / un algo, qué sé yo qué, misterioso, / capaz de comprender esta agonía / que me hiela, no sé con qué, los ojos». En estos versos subyace su testamento vital, pero sus versos se dirigen a todos.
El otro poeta representativo de esta época es Gabriel Celaya. Sus versos más conocidos están en su poema «La poesía es un arma cargada de futuro» del libro Cantos iberos de 1955. Las continuas repeticiones, rimas, paralelismos y metros coincidentes son otros tantos aldabonazos en la conciencia del lector. Es una poesía testimonial y viva que no puede dejarnos pasivos ante la crudeza de sus versos. Desde el comienzo de este poema universal, la poesía social de Gabriel Celaya insiste en que lo poético es asumir los pesares de los demás, y emplaza a los neutrales a que tomen conciencia porque ha llegado el momento de la verdad por medio de la poesía. Ésta se desliza nítidamente para corregir los abusos de los poderosos. La poesía es «ser» para «ser»; pero este ser no es metafísico, sino una afirmación ante lo histórico social. Gabriel Celaya se pronuncia contra «el arte por el arte»; ese arte que no aporta testimonio.
También podíamos espigar en esta década de los cincuenta en el género dramático español, y más concretamente en lo que ya ha recibido el marbete de «generación realista» en el que el compromiso fue la palabra común de dicha generación y cuyos temas recordando al crítico Ruiz Ramón son los de la «injusticia social, la explotación del hombre por el hombre, las condiciones inhumanas de vida del proletariado, del desempleado y de la clase media baja, su alienación, su miseria y su angustia, la hipocresía moral y social de los representantes de la sociedad establecida y la desmitificación de los principios y de los valores que le sirven de fundamento, la discriminación social, la violencia y la crueldad de las buenas conciencias, la dureza, la impiedad e inmisericordia de la opinión pública, la condición inhumana de los humillados y ofendidos, del pobre suburbio, del hombre al margen, del hombre expoliado, en una palabra, de los viejos y nuevos esclavos de la sociedad contemporánea».
Hoy, con un mundo avasallador, seguimos necesitando del arrojo de este puñado de jóvenes de los años sesenta, y también de los Miller, Beckett, Brecht, Buero, Artaud, Valle, Sastre; es decir, escritores comprometidos que no cierren los ojos ante la multiplicidad de hechos de la realidad. ¿Qué creéis que es si no un artista? nos dirá Pablo Picasso: «¿Un imbécil que no tiene más que ojos si es pintor, que oídos si es músico, que una lira en cada compartimento del corazón si es poeta? No, el artista es también un ser político, alguien que siempre está alerta ante los acontecimientos que se desarrollan en el mundo, sean desgarradores, ardientes o dulces, y que, a partir de ellos, se configura por completo así mismo. ¿Cómo es posible desinteresarse de los demás? ¿En función de qué olímpica indiferencia podría ser posible apartarse de una vida que los demás nos aportan con tal abundancia?» La libertad, la dignidad y el pensamiento de los seres humanos nos debe conducir necesariamente a la solidaridad, y mientras exista un ser falto de libertad, de cultura y de las mínimas necesidades para subsistir, nadie puede permanecer pasivo, y mucho menos denominarse de cristiano.
El teatro, entendido como una actitud ante la vida, ha sabido casi siempre aproximarse al personaje y a su medio; sentir su destino personal y rebelarse ante lo desproporcionado e injusto. Pensemos en las tragedias griegas y en tantos dramaturgos que hicieron de sus obras una apuesta para el compromiso y la solidaridad.
La última fase de Juan Goytisolo como escritor, está impregnada nítidamente de solidaridad con los que sufren. Idea que podemos hallar en La Saga de los Marx, Cuaderno de Sarajevo y El sitio de los sitios. En los tres libros subyace el compromiso intelectual con los débiles. Y es de agradecer que veamos en él a un escritor comprometido, sobre todo, ahora, cuando la noción de compromiso nos avergüenza, como si éste nos delatara o fuera sinónimo de una ideología política determinada. Pero su disidencia, a diferencia de otros muchos escritores, no desembocó en el más puro tradicionalismo de los conversos, ni las denuncias de los crímenes o la falta de libertad en lo que se llamó «socialismo real» o «comunismo», no le llevó a la exaltación, en nombre de la libertad, del sistema capitalista, igualmente injusto y salvaje desde cualquier ángulo que miremos porque como apuntó Octavio Paz «se ha descubierto la ineficacia de esas repuestas, pero las preguntas a las que intentaban responder siguen en pie».
Personalmente, creo que fue un acierto la publicación de La Saga de los Marx, aunque para mí haya puntos no lo suficientemente claros, me refiero a la culpabilidad o no del pensamiento de Marx. Su primera imagen novelesca, la llegada de una multitud de albaneses huidos de su país hacia lo que ellos creen como paraíso, produce desaliento, intranquilidad, zozobra y lágrimas. Estas personas provienen de una utopía para encaramarse en otra más cercana a los placeres terrenales. Pero, al poner los albaneses en peligro el equilibrio del bienestar, son rechazados en primer lugar, y los que consiguen adentrarse en el paraíso «de la sociedad de mercado», se percatan que tienen que pasar por diversos estratos para conquistar ese nivel de vida tan codiciado, y éste no se consigue sin pasar antes por la necesidad e incluso la explotación.
¿Pero cómo es posible esto, si estamos hablando de personas? ¿No cabe un mundo más solidario, una nueva imagen de esperanza colectiva para albaneses, bosnios, desempleados, iraquíes, filipinos, argelinos, peruanos y todos los gentilicios que queramos? Acojamos, por tanto, las costas del Adriático y esa familia «Marx» como referente y construyamos un mundo donde desaparezca la injusticia, y recordemos machadianamente que lo más grande que existe es la condición humana y nadie es más que nadie. Y tampoco demos pie a la escalofriante escena tan bien descrita por el novelista: «quiénes serían aquellos individuos burdos y zafios, gesticulantes, alucinados que, con insospechada energía, remaban y convergían hacia la playa?; alguien había proferido un grito de alarma: los albaneses!, y el pánico cundió en el ámbito de la gente guapa y selecta, entre las parejas adormiladas por el calor estival y sopor de la siesta, las mamás habían acudido a buscar a sus niños y perros en la orilla, los varones improvisaban febriles conciliábulos sin saber qué resolución adoptar ante aquella situación de emergencia». Y sin embargo eran seres humanos que necesitaban la solidaridad; buscaban una relación humana, y a cambio como respuesta encontraron «las fuerzas del orden» prevenidas telefónicamente. La sociedad, por desgracia, prefiere devorarse antes que compartir.
En la contraportada de Cuaderno de sarajevo Juan Goytisolo escribía: «El drama de Sarajevo no concluirá, como se cree, con un acuerdo firmado por presiones externas. Sin la solidaridad internacional, la ciudad corre el riesgo de seguir cercada, atormentada y dividida por los agresores, en un proceso gradual, pero definitivo, de palestinización del pueblo musulmán de Bosnia».
Y en su El sitio de los sitios nos presenta imágenes pegadas a la muerte; y como muestra, al principio, nos diseña la terrible estampa de esa mujer que atraviesa de rodillas el campo de mira de los francotiradores: «La mujer buscó amparo en las paredes de un local en ruina. El camino que iba a emprender atravesaba justamente el campo de la mirilla: una larga acera tapizada de nieve, cuya desolación se extendía hacia el cascarón hueco pero bienhechor de un desangelado edificio estatal (…) Un simple muro de un metro escaso de altura bordeaba la acera, del lado enemigo, separándola de los restos de un jardín o parque (…). Retenía el aliento, con la cara pegada al parche de la ventana, cuando la figurilla remota hizo algo que le desconcertó: se dejó caer de hinojos. Después de unos segundos interminables, corroídos de atropelladas preguntas, la vio moverse, avanzar junto a la murete arrodillada, como un penitente del Viernes santo en el acto de cumplir una promesa al crucificado o un voto solemne de expiación».
Detrás de esta descripción están miles de seres humanos en el planeta Tierra. El Vía Crucis de esta mujer es recorrido diariamente, en múltiples facetas de la vida, por otros tantos personajes del gran teatro humano que representamos. El enigma de la vida nos conduce a través de caminos inciertos. Pero la brevedad de aquélla -parangonando a Antonio machado «en nada amengua el radio infinito de la injusticia». Con esta novela, Goytisolo ha reflexionado, en alta voz, sobre las mentiras y ocultaciones de la Historia oficial, casi como lo hiciera el anónimo autor de El Lazarillo de Tormes o José Martín Recuerda con El engañao donde se nos descubre la otra cara del Imperio del siglo XVI.
Más cercano a nosotros tenemos la novela de Francisco Umbral, Madrid 650. Creo que es algo más que una historia atroz sobre el cinturón de miseria y droga de Madrid, situado al este, en ese barrio de chabolas llamado la «Hueva». Ni siquiera el realismo sucio debe llevarnos a permanecer inermes ante hechos esperpénticos. Nuestra conciencia debe exigir solidaridad, y ésta inexorablemente nos conducirá a la palabra clave que en todo ser humano debe vibrar: justicia.
La imagen que casi al final de la novela nos traza Umbral nos conmueve por lo descarnada que resulta cuando la pata «del Cangrejo Gigante» se dirige hacia la primera chabola: «A Auxiliador y Secundina, sin hijo, sin hogar, sin chabola, se les ve huir en el parpadeo de la luz y la sombra, como dos almas en pena, con unos petates inútiles, como José y María. Ya no está Jerónimo para plantar cara a los poderes de Madrid. La dentadura del monstruo le da un bocado definitivo a la feble chabola de Auxiliador y Secundina, a quienes ya no les queda en la vida otra cosa que el parking del Palace, dormir en el recodo de la escalera, vivir en el rincón de las limosnas».
Esa inmensa pata de cangrejo ha roto el corazón de muchas personas, pero, al mismo tiempo, ha abierto, quizá una esperanza: las condiciones aquellas que se encuentran en el arrabal de la ciudad son infrahumanas, y esto nos debe sobrecoger al resto, precisamente por eso, por su condición humana.
Pero no podía terminar estas reflexiones sin hacer mención a los que arriesgan sus vidas por la dignidad del hombre, y, sobre todo, aquellos que por defenderla cayeron impunemente asesinados. Sólo recordaré en este momento a dos: Monseñor Romero, Arzobispo de San Salvador, que fue asesinado por su defensa de los débiles y en definitiva por extender el espíritu cristiano, que no es otro que la entrega a los demás y la defensa de la dignidad del hombre. Y la otra persona, también asesinada, un tal Mekbel, periodista. He de manifestar que cuando leí en una revista de teatro un extracto del último artículo publicado en Le matin el 3 de diciembre de 1994, me estremecí y un frío se adentró en mi ser. El compendio es el siguiente: «Ese ladrón que en la noche se pega las paredes para entrar en su casa, es él. Ese padre que pide a sus hijos que no cuenten por ahí cuál es el feo oficio que ejerce, es él.
Ese mal ciudadano que se arrastra hasta el palacio de justicia, a la espera de comparecer ante los jueces, es él. Ese individuo detenido en la redada del barrio y arrojado al fondo del camión por el culetazo de un fusil, es él. Él es quien, cada mañana, abandona su casa sin la seguridad de llegar al trabajo, y quien abandona su trabajo sin la certeza de llegar a su casa.
Ese vagabundo que ya no sabe en casa de quién pasar la noche, es él. Es él a quien amenazan en el secreto de un despacho oficial, el testigo que debe ocultar lo que sabe, ese ciudadano desnudo y desamparado…
Ese hombre que expresa su deseo de no morir estrangulado, es él.
Ese cadáver al que cosemos la cabeza decapitada, es él. Él es quien no sabe qué hacer con sus manos, sólo sus pequeños textos, él, que espera contra todo, porque, ¿no es cierto?, los rosales crecen hermosos sobre los montones de estiércol».
Ojalá todos nos sintiéramos «él» cuando el dolor, la tristeza, el hambre, el raquitismo, la miseria, la injusticia se apoderan de otros seres…, entonces sí habríamos entendido el mensaje de la solidaridad.
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