Exultent divina mysteria: / et pro tanti Regis victoria turba insonet salutaris. Así comienza lo que se denomina «Pregón Pascual» para el día más grande de los cristianos. Solo en este momento y en esta celebración es proclamado; lo hemos vivido estos días; el resto del año, como símbolo, permanecerá el cirio pascual encendido hasta su extinción. Es el paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. Es la fiesta de la Pascua de Resurrección, la primordial, la que anuncia algo nuevo, el preludio de una nueva aurora; es la alegría de vivir.
El texto es atribuido a san Agustín (354-430), pero no podemos olvidar que, al principio, las comunidades cristianas intervenían en la construcción y elaboración de los textos. Posteriormente se unificarían los textos y los ritos en la liturgia, sobre todo, a partir de san Gregorio Magno (540-604), a quien debemos la difusión del canto gregoriano.
Atrás quedaron momentos estelares, como el día del amor fraterno, el recuerdo de la pasión, el sermón de las siete palabras, y tantos hechos que perturban al ser humano, pero que las gentes viven con entrega. ¡Cómo no recordar, en estos días, lo que tantas veces mi madre, ahora con el invierno a cuesta, nos ha contado: «yo he llevado en las famosas andas a la Virgen Dolorosa, sin descanso a la morra, ida y vuelta, en procesión, sin ningún relevo porque yo no quería». Hago constar que solo las mujeres podían pasear a la virgen, de seis en seis, aunque podías no aceptar el relevo. La morra en mi pueblo está a tres kilómetros, entonces un camino escarpado, en medio de un silencio sepulcral, en que solo se oían el paso de los creyentes y el ruido del caballo en que iba montado el sacerdote, por cierto navarro. La vuelta era más dura porque mi pueblo está en un cerro y había que subir «las estatuas» por una cuesta empinada y camino estrecho. Eso eran procesiones, nos dice todavía. ¿Se llama eso fe? Quién sabe. ¡Cuántas veces he escuchado de su boca que solo cree en el de arriba! Que la justicia de la tierra está muy lejos del ser humano. Si vemos lo presente no le falta razón.
La estrofa, Haec nox est, de qua scriptum est: / et nox sicut dies iluminabitur / et nox illuminatio mea in diliciis meis (Ésta es la noche / de la que estaba escrito: / Será la noche clara como el día, / la noche iluminada por mi gozo), es todo un presagio de la limpidez, de la alegría del cristiano que comienza un nuevo año santo, la noche en la que ahuyenta la maledicencia en todo su largor, expulsa el odio, se acerca más al carácter solidario que nos debemos, alegra al triste, al desheredado de la fortuna; es la noche de gracia, dichosa, simbolizada en el cirio hecho con cera de abejas, bien elaborado para que expanda su luz sin mengua y una el cielo con la tierra, lo humano con lo divino, lo material con lo espiritual; literariamente, Sancho con Don Quijote.
El cirio como símbolo de una llama eterna para apartar la oscuridad y triunfe la luz, las relaciones humanas como algo salvífico, el foco que necesitaremos cuando se apodere de nosotros el carácter cainita que llevamos desde el nacer, y que los cristianos deben rechazar, deben educar cuando quiera brotar. ¡Pero qué difícil es mantener esa llama de «en el buen sentido de la palabra bueno», evocada por A. Machado! Es más, se deja traslucir en las personas lo que comporta negación, noche.
En estos días también me acuerdo del estribillo gongorino:» ¡Que se nos va la Pascua, mozas, /que se nos va la Pascua!». Y eso es lo que inculco que prevalezca, que intentemos vivir, que la vida es breve, que vamos de paso. Son las expresiones clásicas «Carpe diem», «Collige, virgo, rosas», «Tempus fugit», «Coged de vuestra alegre primavera». Es el dístico del poeta culteranista: «Mirad no os engañe el tiempo, / la edad y la confianza».