Novela

¡Tantos libros están a la espera!

En una tarde lluviosa que golpea los cristales, y vacacional, entresaco Luna de lobos de Julio Llamzares. Aunque del tema ya he leído varios libros, sin embargo, en este tiempo convulso a la hora de hacer valer la Memoria Histórica, me sumerjo en unos hombres valientes de la sierra, que solo por ser republicanos se refugiaron en las cumbres heladas de la montaña huyendo de la muerte. Y la luna, como el sol de los muertos. Tantas peripecias, saqueos, muertes, paseos luctuosos, ¿a qué conduce? Cansados de tanta incertidumbre, la libertad tiene un precio. ¿Qué hacer cuando la muerte te pisa los talones? ¿Aguantar o marcharse?

El dilema  nos sobrecoge. Solo la huida acallarían las muertes inútiles. En la novela hay cuatro fechas, 1937, 1939, 1943, 1946, enlutadas. Las sinrazones pudieron más, y solo la supervivencia, como hecho natural en las personas, hace posible la esperanza; pero atrás queda la soledad, el miedo, la violencia, el odio, el tú más, la traición. Estas páginas sirven de palimpsesto para que no las olvdidemos.

Hay un hecho que me ha quedado como vivísimo recuerdo, que es el diálogo entre el cura de Llánava y dos hombres en un despacho: «habitación presidida por un crucifijo, con una mesa en el fondo y varios libros desordenados en el armario de la pared». Un silencio acogedor reina por entre ellos. Don Manuel-que así se llamaba el sacerdote-, al oír «hemos venido a matarle», tiembla y su palidez se muestra como la nieve. Pero antes, continúan los dos hombres, nos va decir dónde está mi hermano. Ante la negativa, le dicen que no mienta, que es un insulto lo que dice. Al refrescarle la memoria que su hernano llegó herido y le pidió que le escondiera, usted se negó; es más lo entregó » a sus perseguidores  para que lo remataran». Le ordenan que se levante y le digan dónde está enterrado. Allí fueron. En el mismo sitio le exigen que se arrodille («una luna lejana y fría ilumina la figura del cura, arrodillado frente a la rama de espino, y la pistola que le apunta fijamente a la cabeza» pág. 95). ¡Cuántas muertes inútiles!, y pensar que no se permita, aún, desenterrar  tantas personas que yacen en las cunetas, en los campos o quién sabe!