Atrás quedaron muchos anhelos de aquel curso feliz-corría 1973-74- en el que los/as compañeros nos afanamos por las preguntas de un porvenir que ya estaba encima y la respuesta no se encontraba; de ahí que sacáramos una carta. Una reflexión para los que se iniciaban en Filología Hispánica en la Universidad Complutense. Qué alegría al encontrar entre las notas una hoja escrita por los dos lados con el título: «Carta abierta de los alumnos de 5º de Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad de Madrid (Complutense) al resto de nuestros compañeros, profesores, y opinión pública». Una carta extensa que comenzaba: «Hace ya cinco años, iniciamos aquí, en esta Facultad de Filosofía y Letras, nuestros estudios, con no pocas esperanzas y no ausentes los recelos. Hoy, al cabo de los cinco años, desaparecieron las esperanzas, y los recelos se convirtieron en certezas: lo que pacientemente hemos aprendido en tanto tiempo queda diluido en la inoperancia de todo aquello que es ajeno a la cultura y a la vida«. No voy a detallar los pormenores porque son muchos. Solo recojo las cuatro últimas líneas: «Dentro de poco habremos dejado, no sin alegría, esta Facultad. Muchos empiezan ahora sus estudios en ella, con no pocas esperanzas y no ausentes los recelos. A ellos, y a todo aquel que se sienta copartícipe de este asunto de la cultura, nos dirigimos. El problema es de todos».
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Atrás quedó el Barroco y apenas el siglo XVIII fue antorcha docente. Como contraposición nos esforzamos en el airado, tumultuoso, convulso siglo XIX, como si fuéramos partícipes de un siglo, todavía vivo, para la posteridad. ¿Qué aura desprendía para que nos afincáramos en las lecturas como si fueran nuestras y su atracción nos hicieran partícipes? Lo social era una flor que deseaba reventar. La distorsión no cabía y había que indagar la huella en los diversos géneros literarios. La propuesta nos parecía excelsa al leer la programación. Pronto los aires sublimes fueron desperdigándose.
Un hecho quedó en mi mente, tal vez, porque el profesor se esforzó más ese día con la fuerza de que lo sentía. Estábamos ante el más grande escritor que vieron los siglos después de Cervantes: Galdós. Siempre con respeto al todopoderoso Lope de Vega. La tríada Cervantes, Lope de Vega, Galdós son gloria nacional. Difícil que se repita. Galdós propende a la Historia porque es consciente de la semejanza entre el presente que le tocó vivir y una época anterior; de ahí surge La Fontana de Oro. E incluso apunta los motivos que le inclinaron a publicarla: «Me ha parecido de alguna utilidad en los días que atravesamos, por la relación que pudiera encontrarse entre muchos sucesos aquí referidos y algo de lo que aquí pasa; relación nacida sin duda de la semejanza que la crisis actual tiene con el memorable periodo 1820-23«. Estamos, por tanto, ante un servicio que presta a la nueva clase social en el poder con la novela La Fontana de Oro, recinto que perdura en la Carrera se san Jerónimo, esquina a la calle Victoria, de Madrid, que fue el club más concurrido , el más agitado, el más popular de los clubes, y en el que, hoy, puedes paladear un café irlandés, de lo mejorcito de la capital madrileña.
Los acontecimientos de 1868 proceden directamente del trienio liberal de 1820, y en esta ocasión no se puede fracasar. Pone en guardia a la revolución en el poder de los posibles excesos de la misma. La bipolarización realidad e Historia la amasa el novelista para pergeñar una relación entre el mundo real y el mundo ideológico para crear una novela; y conseguir que cada uno pueda ser lo que es con todas las limitaciones y sueños, siempre y cuando no perjudique a los demás. Galdós coadyuvó a engarzar el nacimiento de la novela española moderna con la turbulencia ideológica de la revolución de septiembre. Viene ser una historia humanizada al reflejar el ambiente de la política de aquella época en la que surgen la España que despunta y la España anquilosada.
Galdós se vale de una historia de amor: Lázaro y Clara, que representan la España floreciente. De esta formaba parte Galdós-acogió la revolución con cierto entusiasmo-. Al lado, la intransigencia política y social defendida por Elías y las Porreño. Su ideal consistió en hallar armonía social, política y humana que esté basada en la justicia.
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La editorial Cátedra no debe cejar, en el empeño, de publicar toda la obra galdosiana; los lectores/as no defraudarán. La recepción está asegurada, de ahí mi alegría con la publicación de Ángel Guerra. Ya Clarín la exaltó como un documento imprescindible «para el conocimiento de su autor y para entender las peculiares características morales y estéticas que confluyen en el siglo XIX, sembrando incertidumbres, resucitando emociones y sentimientos viejos pero no caducos». Es densa, sin duda, pero divierte y enseña. Se puede considerar como la tradición galdosiana y cervantina. Pardo Bazán escribió que si Zola abanderó que la primicia novelesca estaba entre la francesa y la rusa, doña Emilia, siempre atenta, se decantó por la segunda para la novela castellana. Ortega Munilla, director de Los lunes de El Imparcial, nos dejó una reseña de la novela como fundamental, trascendental con «espíritu místico sobre un espíritu radical en materias filosóficas y políticas». Y terminaba: «Ángel Guerra es por todos los conceptos admirable obra de un talento que se halla en su período amplio de madurez y de vigor y honra el ilustre nombre del primer novelista contemporáneo». Y cómo no, traer a esta página a don Ramón del Valle Inclán–Inclán- el primer artículo de crítica literaria que escribe- que admiraba a Galdós,-lo admiraba, lo repito, para aquellos que hablan de oídas y les corroe la envidia-, le denominaba maestro. Se atrevió, una vez leída la novela, a reseñarla con el título «Ángel Guerra. Novela original de D. Benito Pérez Galdós» en El Globo un 13 de agosto de 1891. Nos adelantaba que estábamos ante el primer novelista español, para casi al final manifestar que «Ángel Guerra no es solamente un revolucionario arrepentido, es la encarnación del más puro amor humano, el fanático de las virtudes sociales, el Amadís de Gaula de la caridad, en una palabra: la santidad librepensadora y francmasónica».
La capacidad de observación en esta novela nos abruma por su exactitud y profundidad. El estudio de los caracteres de los personajes prima en todo el desarrollo. Las calles de la imperial Toledo, sus edificios de tanta raigambre los observamos vivientes; así como ese amor de Ángel Guerra por Leré (su otro sentimiento que desborda)-aunque a veces a trompicones- nos anima a proseguir con la lectura. En este sentido. don Ramón destacó, también, «un profundo simbolismo». No podía ser menos doña Emilia al resaltar la filosofía en Nuevo Teatro Crítico en el que que se yergue la «plenitud y la madurez literaria de Galdós por ese «derroche de savia, exceso de lozanía, despilfarro de inspiración, caudal para diez novelas en una sola,,,». Añadamos: la huella de Cervantes es tan nítida que no se nos escapa a los lectores. Es más, fue el primero, después de los ingleses, el que lanzó la importancia de la obra cervantina, de ahí que estuviera inmersa en su obra. Ángel Guerra, en la obra galdosiana está entre el cénit del naturalismo-el inicial fue La desheredada,1881- y el agarre con la fase simbolista. No olvidemos que Nazarín, Halma y Misericordia son algo más que materialismo que nos conducirán al espiritualismo. La huella cristiana se percibe.
La nitidez y el esplendor – por la síntesis que realiza de parte de la crítica- en la Introducción de don Juan Calos Pantoja nos da pie para no desmayarnos ante la extensa novela; incluso, nos anima a su lectura por la vigencia que tiene, hoy, Pérez Galdós («Y precisamente ese compromiso, unido al retrato preciso de un tiempo y de un país, es uno de los motivos principales de la vigencia de la obra de Benito Pérez Galdós», pág. 17). Cómo me alegra que en la primera página nos recuerde el impresionante artículo de Almudena Grandes publicado en El País el 3 de enero de 2020 con el título «Galdós para entender la España de hoy» con foto incluida de la novelista y las primeras líneas en la portada del periódico. Su reivindicación «del más grande escritor que vieron los siglos después de Cervantes» aleteaba en todo el artículo. Como bien sabemos, el sr. Cercas, celoso por el extraordinario artículo arremetió de forma airada en su contra sin que para este lector y tantos tuviera una brizna de veracidad. Incluso llegó a escribir que Galdós «se halla en las antípodas de eso» (supongo que ahora en la Academia le habrán corregido por esa expresión ya que no es «las», sino «los antípodas»). Cuánto me satisfizo como contestación con el título «En defensa de Galdós» de Muñoz Molina, el 13 de febrero, en el que echaba por tierra las barbaridades del sr. Cercas. Sonsaco del magistral artículo: «Pérez Galdós fue creando un mundo narrativo que es exactamente lo contrario de esa simpleza pedagógica o doctrinaria que Javier Cercas dice encontrar en sus novelas. La conciencia política de Galdós se corresponde con su actitud de novelista en una pasión simultánea por comprender y mostrar la complejidad«. Citado también por el señor Pantoja, pág.13.
Hay que felicitar al sr. Pantoja por la extraordinaria introducción-aunque sea síntesis de lo que se ha escrito y algunos matices en los que discrepo– de Ángel Guerra, pero no a la idea que vierte en la página 16 cuando escribe: …»de quienes, como Muñoz Molina o Vargas Llosa, hablan del conocimiento profundo de la novelística galdosiana». Sin lugar para la duda, SÍ para Muñoz Molina y un NO rotundo para Vargas Llosa, si tenemos en cuenta el ensayo La mirada quieta( de Pérez Galdós), que definí como «horrores y errores» en mi blog o página literaria, que no voy a repetirlos. No sé los motivos que le han llevado a decir «ese conocimiento profundo de Vargas Llosa». No leí crítica que fuera laudatoria; todo lo contrario. Incluso un afamado crítico, José Luis García Martín en El Norte de Castilla, vino a decir ante tantos disparates que o no había leído a Galdós o no lo había comprendido.
Tampoco entenderé que traiga, de nuevo, a colación a Vargas Llosa («es difícil de creer lo que nos cuentan sus páginas…) como si fuera el pan galdosiano, pág. 58. Eso es decir nada, impropio de un premio Nobel. Estamos ante una persona o que no leyó o no entendió a Galdós-expresión dicha por un afamado crítico que ya he nombrado-. Sinceramente, no sé si usted ha leído todo el ensayo. Le voy a poner dos ejemplos referentes a dos novelas: La Fontana de Oro y Gloria. ¿Sabe usted cómo las define? La primera como «un panfleto»- «más que una novela es un panfleto y todo es superficial y alambicado», y la segunda «no tiene ni pies ni cabeza«. Los que hemos leído las dos novelas nos ha herido la sensibilidad-hay que persignarse-, y más a mí, que ya he publicado sobre ella varios artículos y además fue «mi tesina» al terminar quinto de literatura hispánica, para después abordar la tesis doctoral desde otro mirador. La crítica más exigente escribió: «obra maestra, ya de ambiente, de caracteres, de realismo«. Fue capaz de relacionar novela e historia. Y en cuanto a Gloria, Galdós se adelanta al concilio Vaticano II. Es decir, a la libertad de cultos, a la unión de las iglesias. Galdós, se vale del amor. Es decir, ¿ cómo es posible que una mujer católica no pueda casarse con un judío, simplemente porque profesan distintas religiones? El niño que tienen está llamado a reconciliar lo corazones, de ahí que al final toquen las campanas a Gloria (el simbolismo es nítido). Con este tema no voy proseguir. Solo constatar que su amigo Pereda le condenó con las penas del infierno por haber escrito un novela excelsa.
La novela se desarrolla en tres partes; en la primera, hallamos siete apartados numerados que se desenvuelven en Madrid («Ya estoy en el Madrid de mis ensueños con febril actividad de Ángel Guerra»): «Promediaba el 1891 cuando yo escribía las últimas páginas de Ángel Guerra». Para la posteridad ha quedado el entorno. En las primeras líneas se nos describe al personaje principal Ángel Guerra, de treinta años «hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión», pág. 89. Al lado su amante, Dulcenombre, de veinticuatro años, sostén y camino de Ángel («Qué buena es esta dulce-pensó-, y qué vacías, qué solas, qué huérfanas quedan las cosas cuando ella se va», pág. 94.). Dulce era «¡…más que delgada , flaca y tan esbelta que la comparación de su cuerpo con un junco no resultaba hipérbole!». Sin embargo, su rostro era de «una nobleza indiscutible». A Ángel la soledad le abrumaba. Sorprende que ya en el inicio de la novela, Dulce se desnude mentalmente y lance: «No me gusta la libertad. Me siento mejor sometida, y con el cuello bien amarrado al yudo de un hombre». El contraste con el revolucionario Ángel no fue óbice para amarle de alma y cuerpo. No le gustaba la política, aunque las ideas revolucionarias de Ángel Guerra se iban infiltrando. Añadamos que Ángel era viudo y tenía una niña de siete años «llamada Encarnación a quien amaba con delirio», pág. 99. Constatemos: «vio Guerra a Dulcenombre, y recíprocamente se agradaron (…) y a los dos días de conocimiento, Ángel propuso a Dulce irse con él», pág. 124. Cuando Ángel Guerra quiere ver a su madre-apartado «La vuelta del hijo pródigo«-, le recomiendan, antes, que huya de esa familia «un atajo de ladrones y tramposos»; que rompa «esas relaciones indignas», pág.151. Poco antes de morir, el encuentro madre-hijo se produjo. Ya la muerte se acercaba y se apresuraron para pedir la extremaunción («despuntaba la aurora cuando hasta los más reacios la tremenda evidencia de la muerte, se convencieron de que la pobrecita doña Sales no vivía ya, pág. 187),
«La situación de espíritu en que Guerra quedó al perder a su madre, no puede ser comparada sino al aturdimiento o conmoción cerebral», A partir de este momento, la protagonista es Leré de la que ha quedado prendado Ángel que se irá a Toledo a donde se marchó «hace dos días la señorita Leré, para no volver jamás», pág. 280. Con el «vamos a Toledo» termina la primera parte; atrás queda la «Cibeles», corría abril de 1890.
La segunda parte ha cambiado de escenario, ahora es Toledo («la gran Toledo») en el que se van a exponer con otra perspectiva las ideas de Ángel Guerra-en el que subyace la antinomia-. Otros siete apartados la conforman igual que la primera. Atrás quedó el Madrid político; el Madrid avasallador, el convulso, ante un posible cambio de régimen; la monarquía no tenía sentido, por eso su inutilidad («en ocho días, España del revés, como se vuelve un calcetín»). Ángel Guerra defiende la República, y se posiciona en contra de las injusticias, la pobreza. Su dolor hirió en demasía el corazón. Sintió una desazón interior.
La llegada a Toledo supuso un cambio radical; «sus primeros pasos en la histórica ciudad fueron vacilantes», ante su aburrimiento decidió visitar a sus pacientes en los que había ricos y pobres. Su acción va encaminada a auscultarse, a desbrozar el espiritualismo que subyace en su interior; el entorno era favorable; en ese ámbito religioso en que está enclavada a la ciudad que llega. A poner en entredicho el fanatismo religioso que ahoga el progreso, la ciencia, la libertad individual. A mi parecer no se trata de conversión, es algo más profundo; es otra forma existencial, otra forma de mirarse por todo lo que le rodea: conventos, iglesias. catedral, ceremonias religiosas, música sacra. Todo le convence hacia otra vereda. Ángel, en medio de tanta historia, observa y piensa; descifra cuanto ve; su interior acumula hechos que le servirán para resolver los pensamientos que le revolotean. Leré ya se encuentra en Toledo y además está cerca de profesar en una comunidad religiosa; es un nuevo escenario que le sorprende.
No se puede olvidar en la novela a la amante Dulcenombre; esta va a Toledo a buscarlo; al enterarse Ángel se marcha a un cigarral de su madre como huida, no lejos de la ciudad pero sí suficiente para desarrollar lo que tiene en su mente, entre otras, crear una fundación. Dulce, al ver que ya Ángel no quiere saber nada de ella, le da por la bebida y enferma. Tampoco triunfa en el aspecto material la relación Leré-Ángel, pero sí en lo espiritual-religioso, cuando Leré le exige que se haga sacerdote para que así los dos dirijan la fundación fundada en la misericordia, en el amor a los demás, a los de sed de justicia.
La tercera parte se atisba como final; se reducen a seis momentos, como práctica de lo que siente y ha observado. En las primeras líneas se nos adelanta el espíritu en que se va a desenvolver con la expresión «me han dicho que usted es un santo», pág. 504. Se repetirá en varias ocasiones las referencias a la santidad. Incluso poco antes de morir cuando cae herido («Si eres santo, por qué no accediste sin insultos y provocaciones a lo que estos infelices te pedían?», pág. 684.
Más que el sacerdocio en sí, es llegar a los humildes, a los desheredados, a los marginados, a los que se silencia, a los que no tienen voz; no era necesario convertirse en ministro de Dios; la no realización de hacerse sacerdote es lo de menos. La creación de una fundación caritativa que sirva como basamento para que sus ideas crezcan, incluso el amoroso. El hecho de que Leré se afiance como religiosa puede coadyuvar, al menos es lo que podía pensar Ángel Guerra. La idea de que no cuajaran, sí han servido para ver cómo estaba, y ha quedado para las posteridad, se quiso y no se pudo. He ahí la clave. Nada, por tanto, de fracaso. La renovación de la sociedad no puede llevarse a cabo, detrás siempre surge la traición. La pelea-«breve»- que se suscita como consecuencia del robo de quienes fueron acogidos en el cigarral marca el desarrollo de la novela; Ángel cae herido; es atendido y se dirige a Leré; «paréceme que despierto ahora; que toda esta vida mía toledana es sueño». Y va pronunciado el ya no somos lo que éramos, se acuerda de su hija, de su muerte, «de lo mona que era» y le confiesa que empezaba a quererla; «después quise más y soñé con la dicha de casarme contigo…Luego…». Como consecuencia de las heridas «en el costado derecho» muere. Eso sí, antes testó («concluida la misión de su última voluntad»…)
Hay un matiz que va más allá, porque desfigura el sentimiento de Ángel cuando el sr. Pantoja nos muestra que Dulce es «el amor carnal y apasionado, vinculado a la vida madrileña; Leré, el amor espiritual que se inserta en la placidez mística del Toledo de finales del siglo XIX», pág.27. Ambos amores contribuyen a descifrar el alma del personaje principal; no nos quedemos que uno es carnal porque no lo es solo. Es un arrobamiento, una necesidad en la que se aúnan un todo en el que lo carnal y espíritu conviven; cuando llega a Toledo cae rendido ante Leré; es otra ventana; observa que su conciencia revive al verla: » le mareaban los ojos de Leré», pág.47. Desbordante revoloteo que atraía. Dejemos el término «misticismo». El hecho que cuerpo y alma no se junten, no significa que sea místico; cabe, mejor, el platónico; pero no podemos olvidar que a Ángel le conmueven las celebraciones, los hechos religiosas, incluida la música sacra, por ejemplo el impresionante «Pange lingua». Da igual que seas creyente o no. Ante todo esto, caes rendido y te aporta lo que se llama ayuda para creer. En estos momentos me viene a la mente el poeta que sentía un fervor, García Baena, y los plasmó en su poesía ante todo lo religioso representado. Y además se enorgullecía de recibir ese aura religioso.
Tampoco es tan importante, como resalta la crítica, el autobiografismo; sin duda, que en la novela subyacen hechos e ideas de Galdós; es lógico, pero no los elevemos como primordial. Eso se puede decir de casi todo de lo que escribió el novelista. Si nos quedamos en esos datos no hemos aprendido nada del mensaje.
En modo alguno es un fracaso; al contrario, el lector/a ha aprendido el carácter existencialista en el que vive, la razón por el que debe caminar; aun admitiendo con que Galdós la definió con la tríada adjetival «endiablada, compleja, laberíntica». Es evidente que solo el espiritualismo no arregla los problemas de la sociedad, pero sí ayuda. Nos queda lo sublime, la imagen certera al final: «Mientras Leré le arropaba, Ángel le cogió las puntas de los dedos y se las besó» pág 701. Cuando suena la campanilla en el portal anunciando que vienen a darle la extremaunción, Ángel ya duerme en el lugar de los justos, «porque nadie contesta desde la eternidad». Los fieles que acompañaron al viático, «prorrumpieron en llanto al saber que habían llegado tarde». La última frase estremece: «Recemos…por él, no; por nosotros» . El «por nosotros» es creativa, inspiración divina.
Al igual que el Londres de Dickens y el París de Balzac, también se puede denominar el Madrid de Galdós, el más grande escritor despues de Cervantes. Ficción, realidad y mito se enhebran en la obra galdosiana. Las huellas están ahí y parece mentira que después de más de un siglo de la publicación de Misericordia siga vigente.
El Madrid que veremos es testimonial y creador. Galdós en sus narraciones configura, con su extraordinaria imaginación, todo un mundo en el que los personajes que lo pueblan permiten conocer con maestría los espacios de ayer que hoy en el siglo XXI perviven. Con este espíritu nos adentraremos en los lugares mitificados por los personajes y por los lectoras/es. No podremos recorrerlos todos por el tiempo que tenemos, pero sí iremos por el latir y el sentir del hoy “barrio de las letras” como una ventana abierta al mundo.
Desde la Puerta de Sol (que juntamente con la calle Toledo y la Plaza Mayor conforman un espacio vital para Galdós) nos dirigiremos a “La Fontana de Oro” (“es el centro de reunión de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiración, ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y oír su aplauso irreflexivo. Allí se había constituido un club, el más célebre e influyente de aquella época”). Es parada obligada para un galdosiano. La novela La Fontana de Oro es el basamento de la obra de Pérez Galdós.
Sin más, en un respiro, pasaremos por el inmortalizado callejón de Álvarez Gato de Luces de bohemia para detenernos en la iglesia de San Sebastián-eje central de Misericordia-, en donde se hacinaban los que pedían, símbolos del fracaso de la Restauración. Entre todos, se yergue “Nina” que pide para su señora, pero cuando la fortuna viene, solo recibe desdén. De ahí esa tríada con que Nina define a su señora como un aldabonazo: “ingrata, ingrata, ingrata”( “Bajó de prisa los gastados escalones, ansiosa de verse pronto en la calle. Cuando llegó junto al ciego que en lugar próximo estaba, la pena inmensa que oprimía el corazón de la pobre anciana reventó en llorar, ardiente, angustioso, y, golpeándose la frente con el puño cerrado exclamó: ingrata, ingrata, ingrata”.
Leeremos en el pavimento de la calle de las Huertas el inicio de la novela: “Dos caras, como algunas personas, tiene la parroquia de San Sebastián- mejor decir la iglesia-…
Como no es posible recorrer todo el espacio, seguidamente, visitaremos el convento de las Trinitarias, solo la entrada y fachada porque es de clausura en la que conviven 13 monjas, y en el que está enterrado una de las glorias universales: Miguel de Cervantes. Después, a nuestra espalda visitaremos la casa del “Monstruo de la naturaleza”, “Fénix de los ingenios”: Lope de Vega. En su fachada leeremos el lema: “PARVA PROPIA MAGNA / MAGNA ALIENA PARVA”. Muy cerca, está el “Ateneo “ (“quién no ansía apellidarse socio”) se preguntó el ateneísta Espronceda; desgraciadamente, cada vez menos. Visitaremos los lugares emblemáticos en los que se dieron cita lo más granado de la cultura nacional, y una de las bibliotecas mejores para el investigador y, sobre todo, aposento para preparar oposiciones.