Novela

El jardín de los frailes (Manuel Azaña)

Con calor agosteño entre biblioteca y piscina terminé La Quimera (Pardo Bazán); sin duda una obra egregia, lo mejor que he leído de una mujer que quiso y venteó ser ella en los tiempos en que estaban genuflexas y no cogían el vuelo a pesar de que por las ventanas entraba aire fresco.

Si lo artístico se apodera en la obra de doña Emilia, era el momento de adentrarse en otra obra que tenía en mi biblioteca y que había leído hace mucho tiempo. Era el momento de proseguir con esa altura intelectual y artística, me refiero a El jardín de los frailes. La edición que leo se publicó el día 29 de julio de 1936 en Madrid, en la calle Martín de los Heros, 65. Antes se había publicado en los Cuadernos de La Pluma en 1921-22, y en volumen en 1927.

Si en toda la obra quedas como en suspenso según vas deslizando la lectura, la última página y, sobre todo, el final te sobrecoge:

«Se calan la cogulla: a ellos y a mí el cierzo nos hiere. Una cima se encumbra lejos, encapuchada de nieve y rosa.

En túmulos de escarlata

corta lutos el silencio.

Es el ocaso.»

No es perplejidad, es la imagen de la descripción perfecta de la dicotomía existencialismo-fin de la tarde. La estampa viene precedida por tres frailes en el huerto prioral (» las delgadas siluetas negras, sin gravidez, accionan levemente; algo dicen, miran al suelo»).

Ya en las primeras hojas podemos observar el acopio de ideas ante un lugar desconocido: «amanecí en El Escorial, donde no tuve otra impresión el primer día que la de entrar en un país de insólitas magnitudes». Ante la pregunta del padre Valdés : «_Tú ¿por qué estudias? ¿Por convicción?». La respuesta fue sincera: «risas y encogimiento de hombros».

Ante el tipo de enseñanza, pronto se enseñoreó la rebeldía (» Más rebeldes que a la conservación de la doctrina éramos a la restauración de los modos»).

Por lo demás, se trata de la evocación de los estudios de Derecho en los agustinos de San Lorenzo de El Escorial, pero siempre con su propia idea: » primer encuentro de un mozo con lo grave y lo serio de la vida». Es sabido que su refugio fue la literatura; el saber cada día más. Tal vez la concepción de la enseñanza a finales de siglo no iba con él según se va tejiendo el desarrollo («El fastidio de tantas horas vacías devorado en común, la pesadumbre del encierro»…), incluso las peripecias de lo que narra: se percibe la negrura, el encerramiento de las ideas, siempre apoyadas en el pasado; contra esto se rebela el protagonista, lo dogmático se apoderaba de jóvenes llenos de vida («El tiempo nos aplastaba»), que quieren pensar y al no recibir ese apoyo, algunos pierden la fe, entre otros el protagonista y luchan para extenderla sin más, aunque el lamento no va más allá: las fuerzas oscuras siempre están al acecho. Ese es Manuel Azaña («Declaro con rubor que fui en El Escorial alumno brillante»), ahí se recoge su proceder ante el paso de los días de la enseñanza que recibió y su visita después.

Cuando el antiguo alumno vuelve, se encuentra con el padre Mariano que le pregunta por sus recuerdos; tienen un diálogo de altura, la amistad perdura más allá de conceptos existenciales. El fraile atento a la conversación, pasa al ataque: «conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la substancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?» La respuesta fue contundente: «Me queda un sabor a ceniza». Ante el monstruo que le acompaña desde el nacimiento-«que no debe ser un ángel, rezongando de continuo, descontento de mí»-, al no poder destruirlo, el padre Mariano pronuncia las últimas palabras: -«Dios haga que escuches al monstruo y seas un día nuestro hijo pródigo» . No sabemos si sus últimas palabras en Barcelona llevan esa impronta: «Paz, Piedad y Perdón».

Coda. Siempre que subo a San Lorenzo de El Escorial me doy un paseo por El jardín de los frailes, y claro, el recuerdo de un gran escritor como fue Manuel Azaña no solo por esta novela; no olvidemos que fue Premio Nacional de Literatura por Vida de Juan Valera,1926. No comprendo por qué ese odio por los de siempre, cuando por mucho que escarbo en su obra no era antireligioso; sí iba en contra del poder que tenía la jerarquía eclesiástica en la política; tuve la suerte, tanto en el bachillerato como en la universidad, que me explicaran en las clases de Historia esa frase ya manida y fuera de contexto que pronunció: «España ha dejado de ser católica». Cualquier persona con sentido común entiende que no se refería a los españoles, a las personas, sino a la forma de gobernar, es de decir al Estado que tiene ser libre sin que las religiones entorpezcan el bien común, por lo que no iba en contra de la libertad de cultos sino por el entrometimiento de la iglesia católica en la forma de gobernar. Incluso no atacó la enseñanza que recibió sino que usaba el entendimiento, la razón, para tirar por tierra muchos de los conceptos que había recibido sin más; la prueba evidente, entre otras, es que hoy en la Universidad María Cristina se denomina una de las aulas: Manuel Azaña. Muy distinto fue Pérez de Ayala que atacó, sacó la daga en A.M.D.G. contra la enseñanza jesuítica, a todas luces desproporcionada. Pero como escritor todavía podemos leerlo, nos sirve de ayuda en este devenir que no sabemos a dónde nos conduce.


Cantando sobre el atril by Félix Rebollo Sánchez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España License