Novela

Impaciencia del corazón de Stefan Zweig

Poco importa que sea la primera novela publicada en el exilio; en concreto, en Estocolmo y Ámsterdam. Lo primordial es cómo teje la trama para hacerla más visible para los/as lectores. Su nombre reside entre los grandes estilistas; nos conmueve lo que cuenta. Me impactaron Carta de una desconocida y veinticuatro horas en la vida de una mujer hace ya muchos años. Su sapiencia en aunar realidad y ficción es única.

Aparte de su conocimiento del ser humano, subyace una capacidad que va más allá de lo que se puede esperar; a todo, hay que sumar el misterio con que entreteje las historias. La pregunta que nos hacemos es si es la compasión la que lleva al amor; o es este a la compasión y lo acatamos. El problema radica en por qué el joven teniente de caballería invita a una joven aristócrata a bailar sin conocer que sus piernas no pueden hacerlo; este es el comienzo de la trama. Ese no moverse plenamente por una enfermedad es la imagen con que comienza una relación.

El apuesto teniente se maravilla del trato que recibe allá donde va; baile, reuniones, café, seguridad y militar son conceptos que se juntan. Ya en las primeras páginas de la novela nos llama la atención la carta que recibe y abre con ansia: «Muchas gracias, estimado teniente, por las bellas e innumerables flores, que me han causado y aun causan una gran alegría. Le ruego que venga a tomar el té con nosotros la tarde que desee. No es necesario que avise. Por desgracia, yo siempre estoy en casa. Edith v. K«. La visita no tardó para resolver su pensamiento que le martirizaba. El recuerdo de aquella tarde: baila que te baila con unas y con otras; se da cuenta de que no ha invitado a salir a la hija del anfitrión. Se va hacia donde está y se inclina en señal de invitación. Una mirada extraña le sorprende. Cree que no le habrá entendido y lanza :¿Me concede el honor, señorita? La niña se estremece, aprieta las manos, los labios. De repente: «un sollozo, salvaje, elemental, como un grito ahogado». Los sollozos pudieron más que el silencio. No se había dado cuenta que Edith estaba paralítica. Esto transformó al teniente, por eso ante la carta recibida quería presentarse para sentir con ella. Al llegar se saludan con amabilidad pero contenidos y enseguida el recuerdo: «me había sentado allí con la intención de ver a las parejas, y cuando usted llegó nada me hubiera gustado más que bailar…, estoy loca por el baile».

El hecho de que estuviera encadenada a una silla de ruedas dolía no solo a la protagonista, también al entorno y al teniente que descubre la compasión como una fuerza que le prende y placentera. Está como inmerso en una «magia creadora de la piedad». El afán por la curación de la enferma no descansa; el progreso de la medicina tiene que coadyuvar. Mientras tanto había que mimarla. Se reconstruyó una vieja torre y la colocación en lo alto de una cómoda terraza y mirador; incluso se puso un ascensor para que subiera en su silla de ruedas » a disfrutar de la amada vista«, para que recobrara su infancia. Era su liberación la subida a la terraza.

Aturdido, nublado por la compasión o tal vez por discreción no se atrevió «a preguntar por la enfermedad misma ni por la madre». Todo le inquietaba, y el dolor le taladraba; si esas piernas tiesas era «o no incurables«. El diálogo con el Doctor Cóndor iba a más. Le pedía que concretara: «esa parálisis de Edith es una enfermedad pasajera o es incurable»? Ante la profundidad del médico le vino a decir: «un médico que acepta de antemano el concepto de incurable deserta de su auténtica tarea, capitula antes de la batalla». No se arredra el teniente y ahonda: «¿ha conseguido cierta mejoría? Al oír que no había conseguido «nada sustancial» después de cinco años tratándola casi se viene abajo y más cuando «a veces la naturaleza engaña al paciente» aunque se sienta mejor a ratos. Se viene a relucir «la terapia de una parálisis» que había aparecido en la Revista médica de París. Lo primordial era buscar algo en qué agarrarse para la curación, o al menos cierta esperanza.

Una singular excursión establecida con una ceremonia nupcial y sala de baile que de pronto se convirtió en «un fogoso torbellino de cuerpos que vibraban…». La juventud se entusiasmaba.. Edith al verlo sintió no poder hacerlo, pero insta al teniente que baile, incluso se sintió feliz de estar allí. Otra entrevista con el doctor Cóndor vino a echar por tierra esa esperanza que sentía. El caso de Edith no se podía aplicar a los métodos que venían sucediéndose en la medicina, y además le espeta: «la compasión es algo condenadamente difícil» y no tiene buen final. Le insta a que sujete «las riendas a la compasión». La piedad, le dice con energía se puede ver con doble vertiente: «una, la débil y sentimental, no es más que la impaciencia del corazón por libarse…». La otra, la única que cuenta…, la compasión no sentimental, sino creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente» (…) «Es mejor la verdad. por cruel que parezca: en la medicina, el bisturí es a menudo el método más incruento. ¡No lo aplacemos más!».

Después de una ardua discusión entre el teniente y Edith, incluso desafiante, se disculpan. Prosigue, ahora pacífica, la conversación. Pero hay un momento en que suelta Edith: «¡No puedo soportar por más tiempo este eterno esperar! La atracción de los ojos pudo más y se inclinó («rocé, ligero y fugaz, su frente con mis labios«). Las manos de Edith «como garfios, me cogieron por las sienes antes de que pudiera apartar la cabeza y bajaron mi boca de su frente a sus labios, que apretaron los míos con tal ardor, avidez y ansia…». El sentimiento tomó cuerpo: «Nunca en toda mi vida he vuelto a recibir un beso tan salvaje, tan desesperado, tan sediento como el de esa niña inválida». Edith quedó hechizada y no le dejó hasta le atraía con fuerza, le besó las mejillas, la frente, los labios «con una codicia furiosa y a la vez desmayada«. El ardor, la fuerza de los besos, fue lo fundamental; atrás quedaba todo. Necesitaban ese desahogo. Es cuando el teniente comprendió que Edith quería, ansiaba, ser «deseada», más allá de enfermedades o sinsabores que acontecen. El quiero que me quieras es una necesidad humana. De todas formas, el teniente terminó como aturdido, sin una determinación clara. La huida era una ventana abierta, ¿pero era posible, a pesar de que creía que era «un amor insensato»?

Se extrañó de que tuviera una carta tan pronto con dieciséis páginas, «a vuela pluma con mano excitada… (…). Como la sangre de una herida abierta, las frases fluían imparables, sin párrafos, sin puntuación, una palabra desbordada». La carta era de Edith en la que mostraba su amor («ardía mi corazón por ti«), y sin embargo piensa que una «criatura inválida no tiene derecho amar». Varias veces repite «amado mío». Su impaciencia «y ansia de curar eran tan locas que en ese instante en que te inclinaste sobre mí ya creía, ¡creía de veras, creía sinceramente y enloquecidamente ser esa otra, esa nueva, esa sana! La expresión que inundó el alma del teniente «¡solo para ti!¡Solo para ti!» quería curarse, le desbordó de emoción. Exigía que volviera («me regales una hora de tu tiempo»). Y así fue leyendo página tras página con ideas que desgranaba como que no tuviera «ninguna compasión», «no hay día ni noche sin ti», «solo pienso en ti«, «no puedo seguir viviendo si me niegas el derecho a amarte». Leía y releía. Pensaba en la carta continuamente y en la desesperada angustia de Edith. Y en el plazo de dos horas halla encima de la mesa otra carta. Pensó no leerla ante el miedo «por esa pasión insensata y maldita». Ante su sorpresa , la carta solo contenía diez líneas sin encabezamiento: «Destruya inmediatamente mi carta anterior. Estaba loca, completamente loca«.

Ante tantos percances no podía seguir así; tenía que solicitar mi renuncia en el acuartelamiento y luego sería libre. Piensa, de nuevo, en las dos cartas («no podía soportar ser amado en contra de mi voluntad» .»¿Qué importa que una desconocida me ame?»). Ya no le importaba si se cura o no, quería huir. Su marcha estaba decidida por encima de todo. De pronto se acuerda del doctor Cóndor. Y es esta la persona que le convence de lo contrario; echa por tierra con argumentos su huida; eso le llevaría al asesinato de la única persona que se ha enamorado perdidamente de él; solo le pide ocho días; de lo contrario, llevaría en su conciencia toda la vida la crueldad de una muerte. No se podía quitar de la cabeza «que no debe sentir como siente». ¿Que no debe amar si ama? Esto sería lo peor. En ningún caso que ponga los pies en polvorosa después de haberle mostrado una feliz compasión. Sería como un «crimen vil contra un ser inocente, que se ha enamorado con pasión de usted. Para convencerlo le narra su matrimonio con una ciega y no se ha arrepentido de su elección. Ante la persistencia de que es absurdo, que está muy lejos de esa querencia e insiste en que su petición de renuncia de su trabajo la tiene en el bolsillo. La respuesta no se deja esperar si usted lo hace, sería «una sentencia de muerte para la pobre niña«. La fecha de ocho días lo aceptó e iría a verla; ocurrió de todo, incluso una ardiente y súbita compasión. Te tienes que dejar amar por ella, revoloteaba por su cabeza. A los tres días no podía aguantar, era «un tormento». Había que resistir, mantenerse. Y Edith, harta de mentiras. Él solo, el teniente podía ayudarla volaba por todos los pensamientos. El momento en el que parecía clave se inclinó «con rapidez hacia ella» y la besó en la boca («Ese fue mi compromiso matrimonial»). «Sus labios tomaron los míos como se toman un regalo». Para completar esa querencia se deslizó por el cuarto dedo un anillo. La felicidad cayó a raudales. El milagro se aposentó, parecía como si quisiera andar sola, sin muletas. No se produjo, y ante el miedo » a la impaciencia de ese corazón salvaje, miedo a esa desgracia ajena», se plantea huir otra vez. Su conciencia de ese compromiso era «si se cura».

Los acontecimientos se anteponen a todo; de nuevo, deshonra, el qué dirán, la cobardía, su nuevo traslado, ansiaba hablar con Cóndor, su conciencia se lo exigía, y aunque no devoto se lo pedía a Dios que el médico estuviera en casa. No pudo ser. Tampoco llegó a tiempo el telegrama dirigido a Edith. La impaciencia de su corazón, no «quiso esperar ni un día, ni una hora…, llevó a cabo lo espantoso».

Es el final el que corona la obra después de tantos hechos que nos concierne: Pero desde esa hora vuelvo a saberlo: ninguna culpa está olvidada mientras la conciencia guarde noción de ella.

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Zweig, S., Impaciencia del corazón. Madrid, Cátedra, 2025, 443 págs.Cantando sobre el atril by Félix Rebollo Sánchez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España License