Entre lo periodístico y lo histórico podemos enclavar este ensayo, sin que falte lo ficcional; es la única forma de llegar a lo que supuso la epidemia de peste en aquel Londres de 1665 cuando el genial escritor apenas tenía seis años. Lo excepcional siempre hay que tenerlo en cuenta y más si su estilo es «excelso».

Siempre que releo o me cuerdo de este Diario del año la peste, (1722) me viene a la memoria el también ensayo periodístico Una industria que vive de la muerte de Pérez Galdós. Con estilo también admirable en que la ficción se hace arte como ocurre en el texto literario. La diferencia estriba en que Galdós fue testigo de la peste que asoló Madrid en 1865, mientras Defoe tenía unos cinco años, y posiblemente fuera su tío Henry Foe quien le proporcionó datos y hechos ocurridos para poder hilvanar para la posterioridad la negrura de la peste bubónica que mató a tantas personas-97000- en ese año fatídico. espantoso-«era frecuente que la gente cayera muerta por las calles«, en Londres.
La creencia por parte de la gran mayoría de que era un castigo divino corría de boca en boca-«la vara del Todopoderoso para castigar los desacatos impíos de los hombres«-. Un refugio consistió en ponerse en manos, en la protección del Todopoderoso. Creyeras o no, era una defensa para no sucumbir ante la terrible desdicha. Defoe tuvo su propia opinión, lejos, claro, de la cólera divina y se basó en lo que se sabía de la medicina, o de los tratados publicados. El editor de la edición matiza: «Defoe subraya el el reconocimiento de la intervención divina en los asuntos divinos, pero dotándolas de tintes racionalistas y sustentándola en postulados científicos«, pág.48. Sea como fuere, Defoe ha quedado para la posteridad como el gran novelista inglés y el periodista que se acercó a los hechos como si fuera un reportero de los acontecimientos acaecidos de un instante histórico; poco importa que el origen de la epidemia de la peste fuera extranjera. Su obsesión se circunscribe a Londres con un mapa certero. No nos extraña que García Márquez lo tuviera como de cabecera en sus lecturas. James Joyce describió el estilo del Diario como «magistral». Entre periodismo y novela se puede colocar el relato que nos retrotrae a un hecho calamitoso, ominoso, a una ciudad perpleja sin saber las causas, el martirio de tantas muertes. La dualidad ignorancia y exaltación aumentaba sin más. Fue el terror y el miedo a la peste.
Al principio la gente mostró su preocupación por los hechos que se sucedían, fundamentalmente «en la última semana de diciembre de 1664«; pero, sobre todo, se tuvieron en cuenta los entierros que «aumentaban de manera considerable«, que proporcionaban las parroquias. La preocupación se agigantaba semana tras semana. No había otra forma que salir de la ciudad. No fue fácil, la petición para obtener salvoconductos o certificados de salud para la salida fue enorme. Lo mejor era la huida para que la peste no les infestara.
Destacaron «las disposiciones relativas a la epidemia de peste compuestas y publicadas por el alcalde y regidores de la ciudad de Londres, 1665«. El eje vertebrador fueron las parroquias en las que destacaron inspectores, vigilantes, guardianas, cirujanos, enfermeras. Así como los preceptos relativos a las casas infectadas, aislamientos de los enfermos, saneamiento de los enseres domésticos, entierro de los muertos, limpieza de las calles, coches de alquiler, basureros, etc. No quedó nada para que la epidemia no prosiguiera y se cortara. Todo estaba recogido en normas, incluso las enormes fosas que se construyeron.
Es sobrecogedor la estampa de la madre que muere en el parto y el niño nace muerto. Cuando la nodriza se presentó halló al hombre sentado con la mujer muerta «y tan abrumado por el dolor que murió unas pocas horas después sin ningún signo de contagio, tan solo hundido bajo el peso de su profunda pena», pág.259. Incluso algunos, «incapaces de soportar el tormento, se tiraban por las ventanas o se pegaban un tiro». La variedad de actitudes que la gente adoptaba se debió al sufrimiento al no poder calmarlo.
Cuando la peste comenzó a remitir, el pensamiento de las gentes se mantuvo en que: «Nada salvo la intervención divina, nada salvo su omnipotencia, podría haberlo logrado». La desolación ya huía y se apoderaba la idea de que el censo de muertes iba disminuyendo. El cambio de los rostros de las personas podía percibirse. Con sonrisa de gozo, en las calles, se apretaban las manos. Las ventanas de las casas comenzaron a abrirse para saludar al vecino. Era un resurgir a la dicha. Fue el lloro de alegría.

La última página descifra, nos aclara, la terrible peste; pero también la luz, el resurgir de una capital que deslumbra, de nuevo. La imagen del Fénix representa el poderío con que se reviste su Londres. Había que volver al cauce esplendoroso, de ahí que concluyera con unos versos «que yo mismo compuse«. Fue la alegría de estar vivo. Parecía como si fuera todo maravilloso. Es como un sueño. El ¡«Alabado sea Dios! fue la expresión más usada en las calles entre los que sobrevivieron. Fue el saludo fraternal como agradecimiento.
Defoe, D., Diario del año de la peste. Madrid, Cátedra, 2025, págs. 410. Cantando sobre el atril by Félix Rebollo Sánchez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España License

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