Novela

La casa de las orquídeas

El conocimiento de una pequeña isla de las Antillas británicas, Dominica, nos retrotrae a un cierto colonialismo europeo, pero también qué subyace de los encuentros en ese mar tan lejano, y si hubo fusión entre las personas que estaban con las que llegaron. El protagonismo estriba en tres hermanas que regresan a la isla tras casi toda una vida en el exterior. Su antigua niñera es clave, les recordará las vicisitudes de lo que fue y lo que permanece. Poco importa si detrás hallamos a la autora de la novela, Phyllis Shand Allfrey (1908-1986),o, al menos, su universo familiar y social. Es evidente que realidad y ficción se dan la mano para llegar a describir un paisaje embriagador, exuberante y una sociedad heterogénea.

«BELLEZA y decadencia, belleza y enfermedad, belleza y horror: eso era la isla«. Con estas dicotomías comienza la edición de Lourdes López para acercarnos a La casa de las orquídeas (1953) durante el Impero británico en la primera mitad del siglo XX. Un dato esclarecedor para entender en toda su dimensión la novela es que las orquídeas «eran las flores más preciadas por su peculiar belleza y elegancia» y, por ende, asociadas a las gentes privilegiadas económicamente-«cuando invitaba a los amigos ingleses y americanos que se dejaban caer desde yates o cruceros para ver su orquídeas y sus jardines»-, pág. 95.

Estructuralmente, la novela consta de catorce capítulos, divididos en cuatro partes tituladas «Los días anteriores»-tres capítulos- «La señorita Stella vuelve a casa-cuatro capítulos-. «Regresa la señorita Joan-cuatro capítulos-. «Llega la señorita Natalie-tres capítulos. «Sentía añoranza. Quería escribir un libro sobre una isla«. Así de nítida se presenta la autora. Un sentimiento revolotea su mente y quiere escribirlo; lanzar al mundo su pensamiento de su isla con toda crudeza. Al lector /a no se le escapa que estamos ante el retorno a la isla en que creció la autora y sus hermanas. La relatora es Lally, la niñera que las cuidó (Stella, Joan, Natalie). Cuenta la historia de la casa, el pasado colonial, sus raíces, el recuerdo del padre, un opiómano, que vuelve de la primera guerra mundial. La remembranza se deja traslucir; el anuncio de que llegan las niñas, después de tanto tiempo. Es la historia de la familia encabezada por «los días anteriores». Ya en las primera líneas se nos narra en qué iba a trabajar la criada; la señora «volvió con una cesta en la que había un bebé». Era la señorita Stella-«la niña más bonita que había visto jamás«-. El recuerdo de las tres niñas se hace presente, que ya se habían casado. Stella con granjero alemán y vive en Nueva York. Joan, con un voluntario de las brigadas internacionales en la guerra civil española y vive en Inglaterra, y Natalie con un caballero inglés. mayor, pero rico. De alguna forma es la encargada de ayudar a sus hermanas.

«La señorita Stella fu la primera en volver a casa«, así comienza el capítulo cuarto. Su llegada fue satisfactoria. La relatora se detiene para describirla una tarde en que la placidez se adueñaba del entorno: «Estaba tumbada (…), respirando hondo y estirando las piernas desnudas sobre la hierba espesa.«. Su hijo, llamado Hel, estaba a su lado, entretenido («Estaba callado, el gracioso niño rubito, pero cunado hablaba su voz era un leve quejido dulce«), pág. 145.. Su vuelta era necesaria, quería saber, recordar y dar las gracias por tanto. Al final de estos años anteriores, hay un párrafo ensoñador, sentimental, que ahonda en el espíritu de la relatora que jamás olvidará de la señora, el señor y sus niñas por encima también de sus dificultades, vuelven » a aflorar ahora que soy vieja y estoy ociosa (,,). Mis días no eran míos y vivía mi vida a través de otras personas». La expresión gritada por Joan- con su hijo en brazos-: «¿ Lally, Lally, te acuerdas»?, llenó todo su corazón y casi estuvo de derramar alguna lágrima de emoción. Pero, también, tuvo que soportar con sorpresa lo que le espetó muy al final Natalie: «Lally. pareces una solterona blanca de principios de la época victoriana«, pág. 300. Lo peor en esta vida es la ingratitud. El dinero obnubila las mentes.

El regreso de la señorita Joan estaba al llegar; era necesaria. El barco en el que vino «era uno de esos barcos caprichosos que llegaban cuando les parecía». Trajo a su hijo Ned, y como equipaje «tres cajas llenas de libros, una maleta grande y otra pequeña, y una bolsa de red llena de de juguetes y de artículos de aseo», pág.225. En los viejos tiempos fueron descritas como «Stella la conmovedora, Joan la temeraria, y Natalie la tenaz», pág. 311.

Faltaba la más joven y a la que en parte la vida le sonreía: la señorita Natalie. Son los tres últimos capítulos; en el primero, comienza: «La lluvia que no cesó en lo que quedaba de semana, cayó como un velo casi opaco; lo cubría todo y nos mantuvo en un limbo pacífico y aguado», pág. 271. Ned, dormía. Su madre Joan charlaba en la despensa. «En las laderas de las montañas caían los arroyos con un rugido suave». La sorpresa salta cuando se le recuerda a Joan que fue « un miembro importante del Partido Laborista, allá en Inglaterra», aunque se matice que no pintaba nada en la política, que era una trabajadora de poca monta, pero sí se recuerda que su marido Edward estuvo en la guerra española de 1936 como voluntario brigadista («cuando atravesó el río Ebro a nado con esas preciadas balas en los bolsillos») . El «tu tía Natalie viene mañana» cobra todo su vigor, se la esperaba como agua de mayo. Nadaba en la abundancia. El ahí viene el hidroavión de la tía Natalie era como una esperanza pero también de zozobra el aterrizaje, que fue en el mar «y Natalie ha sabido recoger los amarres con gran destreza». Natalie fue descrita como guapa. divertida, vividora, ensoñadora, huidora de los andrajosos, débiles, de la política, bebedora de lo mejor, bailadora, embriagada de dinero eso es lo que admiraba, lo demás no iba con ella.

La huida es descrita por Lally como la intercesora que pone paz, tranquilidad, después de tantos sobresaltos. El hidroavión surcó los cielos-simbolizaba la vuelta a la vida-. La resistencia del padre fue enorme; solo mirar al aparado le horrorizaba. Para él eran «máquinas diabólicas. El «tienes que venir» de su hija» y el imperativo de la voz del hijo de Joan, Ned, con «Abuelo, ven» que iré contigo calmó la situación. Se agarraron las manos todo el camino.

El final es un diálogo esclarecedor entre Joan-fascinada por la naturaleza en la que nació- y Lally. Joan promete no dedicarse a la actividad política en la isla y estar al lado de su marido e hijo. A la pregunta «¿qué decía en esos telegramas a Inglaterra? -«Se lo envié a Eduard, le pedía que viniera». El cómo conseguiría el dinero para llegar a la isla. La respuesta fue tajante: «Natalie me dio el dinero«. Las diferencias sociales no importaron tanto para la ayuda, pero sí se percibe que la «niñera» tenía una cierta predilección por Stella-sin duda, la más nostálgica de su tierra-, aunque de su boca saliera la expresión «las quiero a todas», era algo inherente que estaba en su corazón.

«Había abierto mi otra puerta, la que daba al patio, y dejó entrar el verde eterno, el azul de las montañas y el del cielo azul, el perfume de tantas flores, la altura de las palmeras y de todo un carnaval de pequeños insectos», pág. 330. El joven Ned está llamado a reparar los errores que se hayan podido cometer, «el que nos sobrevivirá a todos, vendrá a vivir aquí».

—–Shand Allfrey, PH., La casa de las orquídeas. Madrid, Cátedra, 2025, 330 págs.

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Novela

Impaciencia del corazón de Stefan Zweig

Poco importa que sea la primera novela publicada en el exilio; en concreto, en Estocolmo y Ámsterdam. Lo primordial es cómo teje la trama para hacerla más visible para los/as lectores. Su nombre reside entre los grandes estilistas; nos conmueve lo que cuenta. Me impactaron Carta de una desconocida y veinticuatro horas en la vida de una mujer hace ya muchos años. Su sapiencia en aunar realidad y ficción es única.

Aparte de su conocimiento del ser humano, subyace una capacidad que va más allá de lo que se puede esperar; a todo, hay que sumar el misterio con que entreteje las historias. La pregunta que nos hacemos es si es la compasión la que lleva al amor; o es este a la compasión y lo acatamos. El problema radica en por qué el joven teniente de caballería invita a una joven aristócrata a bailar sin conocer que sus piernas no pueden hacerlo; este es el comienzo de la trama. Ese no moverse plenamente por una enfermedad es la imagen con que comienza una relación.

El apuesto teniente se maravilla del trato que recibe allá donde va; baile, reuniones, café, seguridad y militar son conceptos que se juntan. Ya en las primeras páginas de la novela nos llama la atención la carta que recibe y abre con ansia: «Muchas gracias, estimado teniente, por las bellas e innumerables flores, que me han causado y aun causan una gran alegría. Le ruego que venga a tomar el té con nosotros la tarde que desee. No es necesario que avise. Por desgracia, yo siempre estoy en casa. Edith v. K«. La visita no tardó para resolver su pensamiento que le martirizaba. El recuerdo de aquella tarde: baila que te baila con unas y con otras; se da cuenta de que no ha invitado a salir a la hija del anfitrión. Se va hacia donde está y se inclina en señal de invitación. Una mirada extraña le sorprende. Cree que no le habrá entendido y lanza :¿Me concede el honor, señorita? La niña se estremece, aprieta las manos, los labios. De repente: «un sollozo, salvaje, elemental, como un grito ahogado». Los sollozos pudieron más que el silencio. No se había dado cuenta que Edith estaba paralítica. Esto transformó al teniente, por eso ante la carta recibida quería presentarse para sentir con ella. Al llegar se saludan con amabilidad pero contenidos y enseguida el recuerdo: «me había sentado allí con la intención de ver a las parejas, y cuando usted llegó nada me hubiera gustado más que bailar…, estoy loca por el baile».

El hecho de que estuviera encadenada a una silla de ruedas dolía no solo a la protagonista, también al entorno y al teniente que descubre la compasión como una fuerza que le prende y placentera. Está como inmerso en una «magia creadora de la piedad». El afán por la curación de la enferma no descansa; el progreso de la medicina tiene que coadyuvar. Mientras tanto había que mimarla. Se reconstruyó una vieja torre y la colocación en lo alto de una cómoda terraza y mirador; incluso se puso un ascensor para que subiera en su silla de ruedas » a disfrutar de la amada vista«, para que recobrara su infancia. Era su liberación la subida a la terraza.

Aturdido, nublado por la compasión o tal vez por discreción no se atrevió «a preguntar por la enfermedad misma ni por la madre». Todo le inquietaba, y el dolor le taladraba; si esas piernas tiesas era «o no incurables«. El diálogo con el Doctor Cóndor iba a más. Le pedía que concretara: «esa parálisis de Edith es una enfermedad pasajera o es incurable»? Ante la profundidad del médico le vino a decir: «un médico que acepta de antemano el concepto de incurable deserta de su auténtica tarea, capitula antes de la batalla». No se arredra el teniente y ahonda: «¿ha conseguido cierta mejoría? Al oír que no había conseguido «nada sustancial» después de cinco años tratándola casi se viene abajo y más cuando «a veces la naturaleza engaña al paciente» aunque se sienta mejor a ratos. Se viene a relucir «la terapia de una parálisis» que había aparecido en la Revista médica de París. Lo primordial era buscar algo en qué agarrarse para la curación, o al menos cierta esperanza.

Una singular excursión establecida con una ceremonia nupcial y sala de baile que de pronto se convirtió en «un fogoso torbellino de cuerpos que vibraban…». La juventud se entusiasmaba.. Edith al verlo sintió no poder hacerlo, pero insta al teniente que baile, incluso se sintió feliz de estar allí. Otra entrevista con el doctor Cóndor vino a echar por tierra esa esperanza que sentía. El caso de Edith no se podía aplicar a los métodos que venían sucediéndose en la medicina, y además le espeta: «la compasión es algo condenadamente difícil» y no tiene buen final. Le insta a que sujete «las riendas a la compasión». La piedad, le dice con energía se puede ver con doble vertiente: «una, la débil y sentimental, no es más que la impaciencia del corazón por libarse…». La otra, la única que cuenta…, la compasión no sentimental, sino creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente» (…) «Es mejor la verdad. por cruel que parezca: en la medicina, el bisturí es a menudo el método más incruento. ¡No lo aplacemos más!».

Después de una ardua discusión entre el teniente y Edith, incluso desafiante, se disculpan. Prosigue, ahora pacífica, la conversación. Pero hay un momento en que suelta Edith: «¡No puedo soportar por más tiempo este eterno esperar! La atracción de los ojos pudo más y se inclinó («rocé, ligero y fugaz, su frente con mis labios«). Las manos de Edith «como garfios, me cogieron por las sienes antes de que pudiera apartar la cabeza y bajaron mi boca de su frente a sus labios, que apretaron los míos con tal ardor, avidez y ansia…». El sentimiento tomó cuerpo: «Nunca en toda mi vida he vuelto a recibir un beso tan salvaje, tan desesperado, tan sediento como el de esa niña inválida». Edith quedó hechizada y no le dejó hasta le atraía con fuerza, le besó las mejillas, la frente, los labios «con una codicia furiosa y a la vez desmayada«. El ardor, la fuerza de los besos, fue lo fundamental; atrás quedaba todo. Necesitaban ese desahogo. Es cuando el teniente comprendió que Edith quería, ansiaba, ser «deseada», más allá de enfermedades o sinsabores que acontecen. El quiero que me quieras es una necesidad humana. De todas formas, el teniente terminó como aturdido, sin una determinación clara. La huida era una ventana abierta, ¿pero era posible, a pesar de que creía que era «un amor insensato»?

Se extrañó de que tuviera una carta tan pronto con dieciséis páginas, «a vuela pluma con mano excitada… (…). Como la sangre de una herida abierta, las frases fluían imparables, sin párrafos, sin puntuación, una palabra desbordada». La carta era de Edith en la que mostraba su amor («ardía mi corazón por ti«), y sin embargo piensa que una «criatura inválida no tiene derecho amar». Varias veces repite «amado mío». Su impaciencia «y ansia de curar eran tan locas que en ese instante en que te inclinaste sobre mí ya creía, ¡creía de veras, creía sinceramente y enloquecidamente ser esa otra, esa nueva, esa sana! La expresión que inundó el alma del teniente «¡solo para ti!¡Solo para ti!» quería curarse, le desbordó de emoción. Exigía que volviera («me regales una hora de tu tiempo»). Y así fue leyendo página tras página con ideas que desgranaba como que no tuviera «ninguna compasión», «no hay día ni noche sin ti», «solo pienso en ti«, «no puedo seguir viviendo si me niegas el derecho a amarte». Leía y releía. Pensaba en la carta continuamente y en la desesperada angustia de Edith. Y en el plazo de dos horas halla encima de la mesa otra carta. Pensó no leerla ante el miedo «por esa pasión insensata y maldita». Ante su sorpresa , la carta solo contenía diez líneas sin encabezamiento: «Destruya inmediatamente mi carta anterior. Estaba loca, completamente loca«.

Ante tantos percances no podía seguir así; tenía que solicitar mi renuncia en el acuartelamiento y luego sería libre. Piensa, de nuevo, en las dos cartas («no podía soportar ser amado en contra de mi voluntad» .»¿Qué importa que una desconocida me ame?»). Ya no le importaba si se cura o no, quería huir. Su marcha estaba decidida por encima de todo. De pronto se acuerda del doctor Cóndor. Y es esta la persona que le convence de lo contrario; echa por tierra con argumentos su huida; eso le llevaría al asesinato de la única persona que se ha enamorado perdidamente de él; solo le pide ocho días; de lo contrario, llevaría en su conciencia toda la vida la crueldad de una muerte. No se podía quitar de la cabeza «que no debe sentir como siente». ¿Que no debe amar si ama? Esto sería lo peor. En ningún caso que ponga los pies en polvorosa después de haberle mostrado una feliz compasión. Sería como un «crimen vil contra un ser inocente, que se ha enamorado con pasión de usted. Para convencerlo le narra su matrimonio con una ciega y no se ha arrepentido de su elección. Ante la persistencia de que es absurdo, que está muy lejos de esa querencia e insiste en que su petición de renuncia de su trabajo la tiene en el bolsillo. La respuesta no se deja esperar si usted lo hace, sería «una sentencia de muerte para la pobre niña«. La fecha de ocho días lo aceptó e iría a verla; ocurrió de todo, incluso una ardiente y súbita compasión. Te tienes que dejar amar por ella, revoloteaba por su cabeza. A los tres días no podía aguantar, era «un tormento». Había que resistir, mantenerse. Y Edith, harta de mentiras. Él solo, el teniente podía ayudarla volaba por todos los pensamientos. El momento en el que parecía clave se inclinó «con rapidez hacia ella» y la besó en la boca («Ese fue mi compromiso matrimonial»). «Sus labios tomaron los míos como se toman un regalo». Para completar esa querencia se deslizó por el cuarto dedo un anillo. La felicidad cayó a raudales. El milagro se aposentó, parecía como si quisiera andar sola, sin muletas. No se produjo, y ante el miedo » a la impaciencia de ese corazón salvaje, miedo a esa desgracia ajena», se plantea huir otra vez. Su conciencia de ese compromiso era «si se cura».

Los acontecimientos se anteponen a todo; de nuevo, deshonra, el qué dirán, la cobardía, su nuevo traslado, ansiaba hablar con Cóndor, su conciencia se lo exigía, y aunque no devoto se lo pedía a Dios que el médico estuviera en casa. No pudo ser. Tampoco llegó a tiempo el telegrama dirigido a Edith. La impaciencia de su corazón, no «quiso esperar ni un día, ni una hora…, llevó a cabo lo espantoso».

Es el final el que corona la obra después de tantos hechos que nos concierne: Pero desde esa hora vuelvo a saberlo: ninguna culpa está olvidada mientras la conciencia guarde noción de ella.

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Zweig, S., Impaciencia del corazón. Madrid, Cátedra, 2025, 443 págs.Cantando sobre el atril by Félix Rebollo Sánchez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España License

Novela

Virginia Woolf: Orlando

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Poco importa si Orlando es una «alegoría, una novela, fantasía, biografía o larga carta amor». Lo primordial es que te acerques a su lectura para después opinar. Ese es el problema. Lo cierto es que rompe lo convencional como creación literaria para adentrarse en las identidades humanas desde otra atalaya que supuso una ventana en el arte de escribir, como una recreación placentera en la pluma de Virginia Woolf.

El protagonista está inmerso desde la época isabelina ( en las primeras páginas describe el beso de Orlando » besando a una muchacha-¿quién demonios podría ser aquella libertina desvergonzada-?)», hasta bien entrado el siglo veinte en la que la expresión literaria se yergue como basamento de algo que atrapa no solo por la forma, también por cómo se nos detalla un período de la historia de Inglaterra. Inmediatamente, la escena es descrita como que no del todo se podría culpar a Orlando, «era la época isabelina; su moral no era la nuestra; ni sus poetas, ni su clima, ni siquiera sus vestiduras. Todo era diferente». Más allá de las convenciones sociales se desliza con nitidez el cambio del género masculino al femenino y el amor se convierte en lo sustantivo, sin que casi al final se atisbe una diferencia nítida. Según la crítica más exigente, «puede considerarse que la obra es un tributo de amor de Virginia Woolf hacia Vita Sackville-West», pág. 44. Virginia nos dice que el título fue como un automatismo: Orlando: Biografía, «mi cuerpo se inundó de éxtasis y mi cerebro de ideas», pág.45. Detrás de Orlando está Vita; el amor se hizo más que espiritual. En Virginia brotó lo que su corazón y mente clamaba.

Ya desde el capítulo primero se nos traza una semblanza fundamental de Orlando: …»le gustaban los lugares solitarios, las vías panorámicas y sentirse por siempre, por siempre jamás en soledad». La expresión «estoy solo» marcará el devenir, cuyo denominador común, al menos en su juventud, fue la fuerza de la naturaleza («sentir la columna vertebral de la tierra»), que cuando se halla en la meseta central de Anatolia cobrará todo su vigor ya como mujer. En este capítulo se resalta, mientras Orlando estaba dormido, sin darse cuenta que una reina lo había besado. Mucho tiempo después le llegó un aviso que «debía acudir ante la reina a Whitehall». Se le dieron tierras, sería «el roble que le sostendría de su ancianidad». Orlando era «joven, rico, apuesto». Tenía en todos los sentidos un porvenir lleno de felicidad, incluso «muchas damas estaban dispuestas a concederle sus favores». Mas el primer gran amor-breve- de Orlando fue una princesa rusa, que había venido con el séquito del embajador moscovita en un invierno congelado. Según él, conoció por vez primera «los deleites del amor». La huida de la princesa a Moscú fue como un sablazo («el mundo entero parecía repicar con las noticias de su engaño»). Aturdido y pasmado vio cómo el barco de la embajada moscovita estaba haciéndose a la mar«. Furioso, de su boca salieron las palabras más duras a una persona («Infiel, adúltera, diabla, embustera, veleidosa«).

Al trazar la biografía de Orlando, la autora se propuso «trabajar con perseverancia»; «exponer los hechos en la medida en que se conozcan y que el lector saque sus propias consecuencias», pág.119. Orlando se retiró a su gran mansión en el campo y quedó profundamente dormido durante siete días; no hubo forma de despertarlo. Al séptimo se despertó a la hora acostumbrada. Había elegido la soledad para conocerse y sacar conclusiones, el caso es que le causó «un extraño deleite por los pensamientos sobre la muerte». El amor a la soledad, su indolencia, su melancolía le rumiaban su pensamiento. Le dio por la lectura y se puso a leer a Sir Thomas Browene; la creación literaria le esperaba aunque bien sabía que era «una deshonra imperdonable para un noble. Y así «sumergiendo la pluma en el tintero«, se preguntaba qué sería de la rusa que le había abandonado sin que desbrozara ese veneno que le atosigaba con denuedo. Su mente le llevó a pensar que por nacimiento era un escritor más que un aristócrata. En su vida aparece Nicholas Greene, un poeta que Orlando manda llamar puesto que era un gran poeta para entablar conversación para ver cómo se sentía en el arte de escribir. La imagen que le transmitió fue que dedicarse a este menester era pasar penalidades y no se podía vivir de ella; le citó a Shakespeare. Lo que quedó fijo en la mente de Orlando : … «era que el arte de la poesía había muerto en Inglaterra«, pág.137. Sin embargo, admitía que Shakespeare había escrito «algunas escenas que no estaban mal, pero era Marlowe principalmente quien se las había inspirado». Con fuerza nítida vino a decir que la época de la literatura había pasado y se decantaba por la griega, «la isabelina era inferior a la griega en todos los aspectos». Con estas ideas, Orlando se vino a bajo, pero a reglón seguido, oye también que «la isabelina era una gran era». En estos pensamientos decidió que escribiría como le apetezca, dejando al lado imitaciones, se decantó por sacar un cuaderno en el que había puesto «El roble: poema» y escribía hasta bien entrada la media noche. Finalmente, en un arrebato de que su vida tenía que cambiar pidió «al rey Carlos que le enviase a Constantinopla como embajador extraordinario». Era una forma de quitarse tanto sinsabor.

En este período, llamado la Restauración, supuso una forma distinta de ver la vida; cumplió con lo que se le pedía, hasta la naturaleza estaba a sus pies, y cómo no, era «prenda codiciada de muchas mujeres y de algunos hombres». De nuevo, se nos advierte: «cae en un profundo sueño entre sábanas muy revueltas» que duró siete días. Un dato importante es que los turcos se levantaron contra el sultán y los extranjeros fueron acuchillados, pero al ver que Orlando, aparentemente estaba muerto lo dejaron sin tocarlo. Más tarde, se nos dice que unos trompetistas hicieron sonar un terrible toque: «La Verdad, ante lo cual Orlando despertó». Se puso de pie, desnudo. y es entonces cuando la relatora confiesa…, «que él era una mujer», pág. 181. Era innegable que Orlando se había convertido en mujer». Y así, el embajador de Gran Bretaña ante la corte del sultán abandonó Constantinopla.

Después de varias vicisitudes, se embarca para Inglaterra. Su pensamiento ya es otro: «Todo lo que podré hacer en cuanto ponga pie en tierra inglesa será servir el té y preguntarles a mis señores cómo lo desean». En su espíritu anidaba lo que siempre soñó: la contemplación, la soledad, el amor, y exclamó: «Gracias a Dios que ya soy una mujer», y era a una mujer a quien amaba. Pero, hete aquí que, nada más llegar la presentaron tres demandas fundamentales durante su ausencia: » que estaba muerta y no podía poseer ningún tipo de propiedad, que era una mujer, que era un duque inglés y se había casado con una tal Rosina». Los litigios disminuyeron su riqueza principalmente por ser mujer. En todo momento sentía su belleza; ante el espejo , el deseo le desbordaba, hasta en una ocasión pudo oír las hojas agitándose con el viento y el gorjeo de los pájaros y después suspiró: Vida, un amante». Solo faltaba introducirse en la sociedad londinense, y esta tampoco le satisfizo («¿es esto a lo que la gente llama vida?). Se percata de que el siglo XVIII tampoco trajo esa luz que ansiaba como mujer («El siglo XVIII había terminado; daba comienzo el XIX», pág. 253). Lo que se decía la hundía más: » las mujeres son solo niños grandes»; están para halagarlas, para el entretenimiento. La entrevista con el señor Pope sirvió de poco; su alivio fue necesario cuando se marchó el intelectual, al contemplar «las alegres barcazas cargadas que iban remando río arriba»; los intelectuales no querían comprender y no sabían. Es el final del capítulo cuarto cuando Londres es descrito como negrura: «Cubría la ciudad una turbulenta y confusa nube. Todo era oscuridad; todo eran dudas, todo era confusión». Así estaban las relaciones humanas en un siglo en que fue bautizado como Ilustración.

Por si fuera poco, la entrada en el siglo XIX, la época victoriana tampoco se significó por el cambio que deseaba Orlando como mujer («La vida de una mujer promedio consistía en una sucesión de partos»). Cuando la mujer llegaba a los treinta tenía unos quince o dieciséis hijos. Una tarde Orlando se palpó el pecho y encontró el manuscrito de su poema «EL Roble«, «manchado de agua de mar, de sangre, de los viajes», después de tantos años. En la primera página estaba escrito el año de comienzo 1586 con su letra. Atrás quedaban trescientos años («Después de todo…. no ha cambiado nada»). Su pensamiento era transparente. Se preguntó: ahora con la reina Victoria y mucho antes con la reina Isabel, «¿pero cuál es la diferencia?». La ventana a la que se asomaba fue la testigo de su idea. Y además, el siglo XIX «le resultaba extremadamente adverso». La soledad le embarcaba, «todo el mundo tiene pareja menos yo…, estoy soltera, sin compañero, sola«. Su pareja era el páramo, la naturaleza, «soy la novia-susurró-«. A pesar de que había conocido a hombres y mujeres, no había entendido a ninguno. Un día «vio una silueta que se alzaba oscura contra el cielo del amanecer teñido de amarillo». Es entonces cuando encontró a su prometido: D. Marmaduque Bontrthrop, librepensador. Las expresiones «eres una mujer», exclamó ella; y «eres un hombre, Orlando», exclamó él, marcan un interrogante, cuál es la diferencia; quién es quién. Y así estuvieron más de dos horas hablando y del corazón de Orlando salió: «soy una mujer, una verdadera mujer, por fin», pág. 277. La afinidad entre los dos era tan evidente que prosiguieron preguntándose «(«una revelación tal que una mujer pudiera ser tan tolerante y honesta como una hombre, y que un hombre pudiera ser tan peculiar y sutil como una mujer»). La necesidad del compromiso se asentó («cómo pasaba el anillo de uno a otro»). El amor había llamado a la puerta y se había casado.

El último capítulo viene marcado por la primera guerra del siglo XX. Es el final con su libro literario The Oak tree en el que se recogen trescientos años («Allí estaba el tintero; allí estaba la pluma, allí estaba el manuscrito de su poema»). Lo que deseó siempre fue escribir poesía, qué más da que estuviera casada con un marido que siempre estaba en Cabo de Hornos, ¿ «eso era matrimonio»? Su estado de felicidad era otro, la entrega a la escritura, a que volara su pensamiento se hizo: «Escribió, escribió, escribió«. Vida y pensamiento son como dos polos opuestos. ¿Solo queda mirar por la ventana? Entonces es cuando surge la terrible pregunta, ¿qué es la vida?…, «que ¡ay!, no lo sabemos«. En ese momento, Orlando se levantó, «dejó la pluma, se acercó a la ventana y exclamó: «¡Se acabó!». Sorprendentemente se nos atestigua un signo de vida: «Es un niño precioso, mi señora». «En otras palabras, Orlando había dado a luz a un hijo sin percance alguno, el jueves 20 de marzo, a las tres en punto de la madrugada».

«Y sonó la duodécima campanada de medianoche: la duodécima campanada del jueves, once de octubre de mil novecientos veintiocho». Los años 1568 y 1928 se amoldaron. La tríada: Orlando, el hijo carnal y The Oak tree permanecerán para adentrarse en el alma de una mujer con la literatura inglesa como cabecera desde el período isabelino hasta su muerte. Eso sí, la poesía como bálsamo, como refugioQué tienen que ver las alabanzas y la fama con la poesía?).

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Woolf, V., Orlando. Madrid, Cátedra, 2024, 361 págs.

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Novela

La señora Dalloway recibe

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Por motivos varios la escritora Virginia Woolf siempre está como vigía luminosa, aunque no siempre tan leída, pero sí nombrada. Ahora tenemos la oportunidad de comprender por qué su novela más famosa La señora Dalloway es considerada como maestra en el arte de escribir. Los siete relatos de este libro, mas unos capítulos de Viaje de ida, nos acercan a su gran novela.

Mrs. Dalloway, publicada en 1925, «recorre un solo día de verano en la vida de dos personas cuyos caminos no llegan a cruzarse». Es el sentimiento de una mujer de la aristocracia-no olvidemos que ella vivía cerca del Parlamento- que camina por los sitios más emblemáticos de Londres en los que nos va dejando sus huellas. Realidad y ficción se hermanan en la palabra clave: fiesta, y un personaje simbólico que va más allá de los hechos que se narran: Clarissa, y su forma de observar en la que nada se escapa. No hay la menor duda de que detrás está Woolf en todo su engranaje. La preparación de una fiesta es algo más que la exhibición de la protagonista. El carácter psicológico revolotea en todo su esplendor.

Bajo siete enclaves podemos llegar a lo que fue su obra considerada maestra: La señora Dalloway en Bond Street-la más relacionada con la novela-, El hombre que amaba a sus semejantes, La presentación, Antepasados, Tan cerca y tan lejos, El vestido nuevo, Como resumen. Conforman atisbos de cómo se fue haciendo el personaje hasta su final en la novela, de ahí que sea casi obligado la lectura de los siete para comprenderlo mejor y, claro, «la evolución de la escritora Virginia Woolf desde sus comienzos y hasta la obra que consolida el estilo narrativo por el que pasaría a la historia», pág.47. A todo hay que añadir, y necesarios, la lectura del Apéndice «La señora Dalloway en Viaje de ida»-los capítulos, III,IV,V, VI aunque el sexto incompleto»-.

No podemos echar en saco roto que la mente de Woolf-en este caso Clarissa– giraba en torno a la fiesta-«la consciencia de la fiesta«-, de cómo expresar lo que siente y también a su desarrollo como «novelista y crítica» que tanto han escrito la crítica más exigente. La editora resalta que el resto de historias salvo «El vestido nuevo» forman «una especie de epílogo a la novela», pág. 38. Tenemos que tener en cuanta lo que tantas veces manifiestan los/as que se han aproximado a Virginia, como son el por qué de existir, el paso del tiempo, la muerte, la libertad y las diferencias entre hombres y mujeres cuando somos personas y tienen que tener los mismos derechos en la sociedad; cuando no se dan, viene el desasosiego, las preguntas constantes que, a veces, nos conducen a un final incierto en una sociedad opresora ante la educación, la maternidad, el matrimonio. Es ahí en el que estamos, por lo que la escritora se dirige a todos/as para romper los convencionalismos que nos ahogan, no nos dejan ser. La independencia de la mujer sobrevuela por sus escritos y conciencia, como necesidad.

La profundidad que yacía en su alma se hace viviente con el entorno, por ejemplo, en el relato «Como resumen«: «Y Clarissa la había abierto al yermo de la noche, había adoquinado la ciénaga y, cuando llegaron al final del jardín…(…), ella miró la casa con veneración, con entusiasmo, como si un rayo dorado la recorriese, y los ojos se le anegaron de lágrimas y estas cayeron en una profunda acción de gracias«, pág.116. Y de esta manera se fue formando el personaje que con ahínco fue amasando hasta que consiguió lo que en su mente permanecía; no quedó ni una brizna, sacó todo su jugo en ese fluir de la conciencia que le aguijoneaba.

En definitiva, estos relatos coadyuban a entender mejor su obra imperecedera; Virginia Woolf ha ido preparando, con estas aproximaciones, hasta llegar al gran personaje que creó, ahondando, escarbando, para conseguir la plenitud.

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Woolf, V., La señora Dalloway recibe. Madrid, Cátedra, 2024, 186 págs.

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Novela

El pícaro inglés. (Retratado en la vida de Meriton Latroon, un ingenioso trotamundos)

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Hacía tiempo que quería acercarme a la picaresca inglesa, no para compararla con la española, no tiene semejante parangón porque la sociedad es distinta y otras cuestiones que muy bien vienen señaladas por al editora, pág. 29, además de otras si tienes sosiego en su lectura, por lo que me ha venido muy bien que se haya publicado por la editorial Cátedra.

«Así como por su carácter pionero en el desarrollo de la novela del siglo XVIII», pag.70. Si bien es una muestra de investigación e importante, lo ideal es que se lea la obra; sin duda, la introducción nos puede servir para entenderla mejor y más si se comienza con lo que supuso la picaresca castellana, que aunque breve, es más que suficiente para poder compararla, a parte de lo bien estructurado y escrito. Mas, es muy necesario leer la introducción para que nos sirva de ayuda y adentrarse en el complejo mundo del personaje capital, Meriton Latroon, de lo contrario quizá no lleguemos a comprender todo el ajetreo de la novela o los entresijos en que se desenvuelve. Para mí ha sido primordial.

Es de agradecer que la editora nos inicie con el término «literatura picaresca«, y de inmediato una cita de Claudio Guillén de cómo entendió el «género picaresco», y de qué manera se convirtió en mítico en el que el realismo, lugares geográficos, ambientes, su estructura, el protagonista y el narrador, cobran todo su esplendor narrativo para atraer a los lectores/as. Al lado subyace la sátira, la ironía, la necesidad de comer, la situación económica-social, el engaño, la necesidad sexual, comunicación, la delincuencia con el común denominador de personas de malvivir. La breve estampa de lo que se ha entendido por el mundo de la picaresca castellana nos ayuda para entender mejor la inglesa y si esta tuvo conocimiento de los aconteceres españoles. Hay tres libros primordiales en los que se apoya: El Lazarillo de Tormes. Guzmán de Alfarache. La vida del Buscón. Son los ejemplos más nítidos, aunque se añaden más, por ejemplo La pícara Justina. Está atestiguado que estas obras tuvieron éxito en Inglaterra por lo que puede haber atisbos singulares entre ambas picarescas.

El análisis que realiza María José Coperías de El pícaro inglés ( The English Rogue) es capital su lectura antes de adentrarnos en la obra, si queremos llegar a una comprensión más certera, págs. 37-70. Se hace hincapié en el éxito de ventas en la que se nos narra la vida de Meriton Latroon; sobresale su vida sexual-en demasía-; este tema ha sido recurrente en la literatura, tiene momentos que hacen que prosigas en su lectura para ver su desarrollo. Más allá de que sea un pícaro o no según se ha entrevisto en lo inicial, sí tiene rasgos que estarían en el borde del mismo. Pero esto, poco importa al menos para el que suscribe estas líneas.

Los hechos narrados en los setenta y seis capítulos, más un apéndice pueden conducirnos en algún momento a abandonar su lectura por lo escabroso en algunos pasajes «con un tono vulgar, grosero y chabacano, llegando incluso con descripciones explícitamente violentas y sexuales y también escatológicas», pág. 48. Es complejo entregarse a las partes de la novela, y más cuando según el trascurrir del tiempo se publican partes singulares o se añade como en la posible quinta. Según la editora serían cuatro partes y en cuanto a la quinta, «esta nunca fue publicada o no lo fue ni por R. Head ni por F. Kirkman», pág. 52. Todo un mundo difícil de llegar a un acuerdo; de ahí que yo insista en que lo ideal es la lectura de la obra sin más, a pesar de su obscenidad continua.

Parece que en la intertextualidad no se albergan dudas, bien descrita y analizada por María José Coperías, pág. 63 y ss. Citemos El lazarillo de Tormes , Guzmán de Alfarache. No quita, como apostilla «para que se haga una firme defensa de la creación de un pícaro autóctono». Incluso en el prefacio podemos leer: «jamás les extraje ni una gota de su espíritu. Como si no pudiéramos producir nosotros un pícaro inglés», pág´91. Al ser una ventana abierta, la literatura picaresca pudo influir aunque tenga ribetes propios. Es recomendable leer con atención las notas a pie de página. En esto puede allanar caminos opuestos, diferentes, arroyo de la picaresca, aunque se mantenga con fiereza, «no he esquilmado el ingenio de otros hombres, ni recogido flores en los jardines de otros para adornar mis ideas…», pág. 92; y más adelante insiste de que no es «un mero ladrón que roba el trabajo de otros». Pero, eso sí, se nos recuerda en la edición de 1665 la picaresca española y francesa: «Los que otros escribieron a crédito tomaron; / eres tú a ese respecto lo que otros simularon. / Engolaron la voz con el habla ampulosa; mas tu lengua es más viva en el verso y la prosa. / El Guzmán y El Buscón, Lazarillo y Francion / brillaban con luz propia hasta su aparición».

Ya en el primer capítulo se nos narra los aconteceres de los primeros años y, sobre todo, con la primera persona, el anticipo de cómo es: «Engaño y disimulo siempre fueron en mí características innatas. Siempre estuve dispuesto a morir a manos del verdugo antes que faltar a la venganza, aun con débil fundamento», pág. 108. Su lectura nos hace pensar que eso que se ha llamado picaresca española no es igual a la inglesa aunque tenga muchas cosas en común. La digresión que realiza en el capítulo segundo es concreta («y explique brevemente los pormenores de la rebelión irlandesa»). Crueldad y horrendos asesinatos son claves para entender el pasaje. Asesinado brutalmente su padre por ser «pastor protestante» y no haber lugar seguro se aventuraron al mar madre e hijo. Sin rumbo fueron de aquí para allá; se da cuenta que con diez años no sabía leer; le guiaba el sentido común, y los robos proseguían, no existía otra alternativa. Es significativo cómo su madre consigue para apartarlo de la criada y mandarlo con un maestro «estricto, tirano», que no le dejó apartarse de los libros.

Se deshace de su madre y emprende la aventura solo «(«Era agosto cuando por fin me hice caballero andante»). El recuerdo de frases, ideas de Quijote se traslucen inmediatamente, sin duda, con diferencia abismal. Al encontrarse solo se une a una sociedad de personas, pero precisa que le «despojaron de mi buen atavío». Como bien apunta la editora nos recuerda parte del Buscón. Pronto se dio cuenta que no era su sitio («al fin resolví desertar en cuando se me ofreciera la primera oportunidad«). De esa forma se lanza a viajar solo y, claro, a mendigar. Topó de inmediato «con uno muy ejercitado en el arte» y se hicieron amigos. Londres les esperaba. Y así dando tumbos, tretas, van pasando los días a la búsqueda, como sea, de qué llevarse a la boca, y a pesar de los desaires, cárceles, manotazos, malvivir, engañar con todo tipo de pensamientos que le venía para conseguir lo que deseaba.

Se cobra un cierto descanso cuando un mercader lo escoge como sirviente; después conocería a aprendices «viciosos y lascivos». Todo no fue óbice para engañar a su señor, como casi nunca estaba en casa, «pedía permiso a la señora para ausentarme durante una hora, prometiéndole no llegar más tarde de lo acordado». Se da cuenta después de tantas trazas como iba haciendo, al engañar a su amo y señora, le pareció que «la libertad era una cosa estupenda, solo comparable a la salud». Se hace caballero en el andar al tener dineros en los bolsillos y otro joven-aprendiz de mi misma edad a quien conocía bien-, que aportó doscientas libras. Emprendieron el camino.

En el inicio del capítulo trece se nos advierte de sus correrías: «De un burdel a otro, era nuestro periplo diario, y aun encontrábamos algo de variedad para satisfacernos el gusto». Pronto se deshizo: «este pavo me encontré y no supe que era suyo». Y cómo no, se ofreció para servir en una residencia de muchachas-ya con atuendos femeninos para conquistar mejor todo lo que saliera-, como así fue. Allí se hartó de sexo y cuando se dio cuenta de que lo podían descubrir-«algunas doncellas empezaban a encontrar extrañas alteraciones en sus cuerpos, nauseas frecuentes», se planteó su huida.

No es que resulte cansino la repetición de algunos temas, por ejemplo el sexo en todo tiempo y lugar-más allá de lo verosímil que pudiera ser-, pero se podía haber evitado para que los hechos narrados fueran más vivos y rápidos. Cuando casi se llega al final desde el capítulo LXX, se agradece; son más llevaderos por lo breves que son y quieres que termine la historia porque lo primordial de lo que se entiende por picaresca no da para más, al menos para lo que se propusieron los autores.

Muy lejos termina la historia, después de haber recorrido tanto y distinto; no sabemos si se eligió a propósito; el caso es que India es tierra elegida para su final donde se casa-«le pedí su consentimiento para desposar a aquella india alegando lo beneficioso que iba a ser para mí», pág.547; no sin dejarnos entrever lo que no se puede hacer; es decir lo que está fuera de la virtud. Pero, resulta chocante lo que piensa antes de yacer: «un demonio del Infierno escapado, / y al que allí, por salaz habían carbonizado». Pensó que el infierno le quemaba. E inmediatamente la voz de la mujer: «soy tu amiga amorosa, y soy de carne y hueso: / si tus ojos se ofenden por mi aspecto exterior, / no los abras, pero ama: pues ciego es el amor». Después de tanto, las palabras de la india negra sobresalen, aunque tenga que aceptar casarse por la iglesia y renunciar a su paganismo.

El final se esperaba después de tantas páginas, a veces innecesarias, es prometedor y descanso para el lector/a, ya fatigado y saturado, y nos deja servicial: «para que la lectura de mi vida sirva de algún modo como instrumento para la reforma de los disolutos» .

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Head, R., El pícaro ingles. Madrid, Cátedra, 2024, págs. 561
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