Ensayo

Mis páginas mejores. Julio Camba

«Mi nombre es Camba». Estamos ante un escritor nómada o «escritor viajero» que lo deseó («vivir en el extranjero libremente«). En sus escritos desde el ángulo que queramos sobresale un nombre con humor. Recorrió siete países y en todos dejó su huella periodística con sus crónicas desde el extranjero. Cuando intentamos recordar la expresión «columna periodística», como género, nos viene a la memoria Azorín. No sé si trató de imitarlo o simplemente quiso ser él aunque tuviera en mente al de Monóbar. Su singularidad fue su campo.

Que tengamos, hoy, sus crónicas cercanas para su lectura es de agradecer; así como a Pla o Chaves Nogales. Nombres en el arte de la escritura. Lo brillante aunque sea subjetivo ayuda a comprender mejor el suceso cotidiano, a inducir con la mayor exactitud lo que acontece con objetividad, no lo que piense, he ahí la gran labor del hecho periodístico en que la observación es primordial.

La brillantez de sus artículos fueron recompensados con su publicación en libros. Uno de los destacados es La rana viajera (1920), conjunto de artículos humorísticos en los que destacan el tema de España y los españoles. Otro libro primordial La casa de Lúculo (1929), que versa de gastronomía, e intenta demostrar que la cocina es fundamental en nuestra vida. Pero lo que más llama la atención es su estilo perspicaz, incisivo y novedoso. Su fino humor deleitó a los/as lectores. Su buen hacer periodístico fue valorado con el premio «Mariano de Cavia».

Cuentan que a los trece años se escapó a Buenos Aires, donde residió dos años. A su regreso se dio a conocer, primero, en la prensa gallega, en el Diario de Pontevedra, y luego en Madrid, en un principio en El País. Su columna en La Tribuna con el título «Diario de un español» adquirió solera.

«He aquí mis mejores páginas. Las otras son también bastante buenas, no se vayan ustedes a creer», podemos leer en «Sentido de esta Antología» para prevenir al lector/a. La estructura tiene como base en siete apartados titulados: En el pueblo natal. Una ojeada al mundo. Años después. España reencontrada. Un poco de gastronomía. La República. Pequeños ensayos. Últimos artículos. Podemos leer En el pueblo natal tres. Desde su Galicia natal, allá por 1907 o 1908, nos advierte de que desconoce si son los más antiguos. En esta Antología podemos leer tres: Los curas de aldea. La diligencia. La escuela rural. En «Los curas de aldea», sus padres le propusieron que se fuera a Santiago «para ingresar en el Seminario». La contestación fue nítida; «Mis ideas no me permiten ser cura». Esta corroboración cuando una mujer, atenta a sus correrías, le espeta: ¡Cuánto mejor estarías en un curato de por aquí! Mejor para el alma y mejor para el cuerpo». Era una forma tranquila y de buen comer y vivir para los que se consagraban a Dios. En «La escuela rural» comenta el miedo, la certeza, el castigo de unos tiempos convulsos. Recuerda la escuela como centro de castigo, «de un lugar de tortura adonde me enviaban mis padres para castigarme». Las seis horas eran para él «un verdadero suplicio».

En una ojeada al mundo . Al reunir todos los artículos entre los años 1909 y 1914 siente nostalgia «a la manera de Jorge Manrique, la época en que éramos diferentes». Todos los pueblos con su peculiaridades (italianos, franceses, suizos, alemanes, yanquis) y con la salsa humorística de Camba, bien sea cómo comen los ingleses, qué hacer si se acaba el carbón, pesadilla para los poetas españoles, el sol en Londres, el pudding de las Navidades, la indiferencia inglesa, toque de corneta en la que «la pura Inglaterra, debe ocupar el cielo». Los franceses con su arte de cocinar, el bulevar parisino, o sobre la cama («A mí me encantan la blandura, la elasticidad, la amplitud y el calorcito de las camas francesas»). Los alemanes como el país de la cerveza, el clima de Múnich-su cerveza » es más que la niebla en Londres, y más que el sol en Andalucía»-. El pueblo alemán- «Llevo ya dos años en Alemania, y todavía no me he enterado de que aquí haya un pueblo-. Los suizos -«Yo nunca me he imaginado Suiza poblada de suizos, sino de ingleses»-. El inteligente en Mont-Blanc. El turista inglés, alemán, yanki, francés. Es la radiografía de aquella Suiza, más allá de los famosos quesos. Los yanquis. La ciudad teoría («Nueva York no es una ciudad»). El anhelo artístico.. Psicología de las catástrofes. El self-made-man. Más negros. Judíos. El periodismo americano. Los italianos con su Nápoles y Pompeya. Florencia y los florentinos. Lingua italiana, in boca toscana-«en boca de nujer-. La democracia milanesa. Los portugueses con Las filosofías del Tajo. Coimbra. Buarcos.

Calmados ya los vientos, después de la Primera guerra mundial, vuelve al periodismo con el rótulo Años después. De Inglaterra. El alcohol moralmente considerado- «Con el alcohol se anula el sexo y se anula la inteligencia-.La eterna infancia. La diosa inteligencia. Del loro y la langosta. De Alemania con ¡Viva la desorganización! La grasa productor del pensamiento alemán.

España reencontrada. En la mente del escritor, aun estando en el extranjero, recordaba España de lo que escribía; existía en su pensamiento una traslación; si escribía de las costumbres en el sitio que estaba, intentaba observar las diferencias que había con el país en el que había nacido; eran algo inherente las comparaciones («una contraposición de lo español a lo extranjero; el tratamiento de lo extranjero en función de lo español»). En este apartado destacan «El Camino de Santiago» en el que resalta la Catedral como lo más moderno. No entra cuando se descubrió el cuerpo del Apóstol, pero lo que sí le llamó la atención fue el hecho que solo había dos periódicos El Correo Español y El debate, que describe como medievalistas. En «Literatura patológica» comienza con la oración: «Desgraciadamente, en la literatura española no hay mas que genios». Los califica como tullidos en la puerta de una iglesia. Es un varapalo en todo el artículo.

Un poco de gastronomía. Se detiene en «La cocina inglesa». «El buey». «La sardina». «La idea hipocrática». En la República destaca entre otros: «La libertad de cultos», El divorcio. «El café y la revolución». «El Estado central hidroeléctrica». Pequeños ensayos. Son dieciocho («La bohemia». «Sobre la fe y la Medicina». «Sobre el sabotaje periodístico». «Sobre la justicia», etc.). Corona el libro los Últimos artículos. Son escogidos tres: «Un cumpleaños». «El adjetivo». «Gimnasia de lata».

No nos arrepentiremos de haber leído todo el libro; en cada hoja hallamos una sabia como si nos perteneciera; como si nos uniéramos a un «periodista de raza, capaz de elevar la columna de periódico a la categoría de alta literatura».

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Camba, J., Mis páginas mejores. Madrid, Cátedra, 2025, 422 págs.

Novela

Impaciencia del corazón de Stefan Zweig

Poco importa que sea la primera novela publicada en el exilio; en concreto, en Estocolmo y Ámsterdam. Lo primordial es cómo teje la trama para hacerla más visible para los/as lectores. Su nombre reside entre los grandes estilistas; nos conmueve lo que cuenta. Me impactaron Carta de una desconocida y veinticuatro horas en la vida de una mujer hace ya muchos años. Su sapiencia en aunar realidad y ficción es única.

Aparte de su conocimiento del ser humano, subyace una capacidad que va más allá de lo que se puede esperar; a todo, hay que sumar el misterio con que entreteje las historias. La pregunta que nos hacemos es si es la compasión la que lleva al amor; o es este a la compasión y lo acatamos. El problema radica en por qué el joven teniente de caballería invita a una joven aristócrata a bailar sin conocer que sus piernas no pueden hacerlo; este es el comienzo de la trama. Ese no moverse plenamente por una enfermedad es la imagen con que comienza una relación.

El apuesto teniente se maravilla del trato que recibe allá donde va; baile, reuniones, café, seguridad y militar son conceptos que se juntan. Ya en las primeras páginas de la novela nos llama la atención la carta que recibe y abre con ansia: «Muchas gracias, estimado teniente, por las bellas e innumerables flores, que me han causado y aun causan una gran alegría. Le ruego que venga a tomar el té con nosotros la tarde que desee. No es necesario que avise. Por desgracia, yo siempre estoy en casa. Edith v. K«. La visita no tardó para resolver su pensamiento que le martirizaba. El recuerdo de aquella tarde: baila que te baila con unas y con otras; se da cuenta de que no ha invitado a salir a la hija del anfitrión. Se va hacia donde está y se inclina en señal de invitación. Una mirada extraña le sorprende. Cree que no le habrá entendido y lanza :¿Me concede el honor, señorita? La niña se estremece, aprieta las manos, los labios. De repente: «un sollozo, salvaje, elemental, como un grito ahogado». Los sollozos pudieron más que el silencio. No se había dado cuenta que Edith estaba paralítica. Esto transformó al teniente, por eso ante la carta recibida quería presentarse para sentir con ella. Al llegar se saludan con amabilidad pero contenidos y enseguida el recuerdo: «me había sentado allí con la intención de ver a las parejas, y cuando usted llegó nada me hubiera gustado más que bailar…, estoy loca por el baile».

El hecho de que estuviera encadenada a una silla de ruedas dolía no solo a la protagonista, también al entorno y al teniente que descubre la compasión como una fuerza que le prende y placentera. Está como inmerso en una «magia creadora de la piedad». El afán por la curación de la enferma no descansa; el progreso de la medicina tiene que coadyuvar. Mientras tanto había que mimarla. Se reconstruyó una vieja torre y la colocación en lo alto de una cómoda terraza y mirador; incluso se puso un ascensor para que subiera en su silla de ruedas » a disfrutar de la amada vista«, para que recobrara su infancia. Era su liberación la subida a la terraza.

Aturdido, nublado por la compasión o tal vez por discreción no se atrevió «a preguntar por la enfermedad misma ni por la madre». Todo le inquietaba, y el dolor le taladraba; si esas piernas tiesas era «o no incurables«. El diálogo con el Doctor Cóndor iba a más. Le pedía que concretara: «esa parálisis de Edith es una enfermedad pasajera o es incurable»? Ante la profundidad del médico le vino a decir: «un médico que acepta de antemano el concepto de incurable deserta de su auténtica tarea, capitula antes de la batalla». No se arredra el teniente y ahonda: «¿ha conseguido cierta mejoría? Al oír que no había conseguido «nada sustancial» después de cinco años tratándola casi se viene abajo y más cuando «a veces la naturaleza engaña al paciente» aunque se sienta mejor a ratos. Se viene a relucir «la terapia de una parálisis» que había aparecido en la Revista médica de París. Lo primordial era buscar algo en qué agarrarse para la curación, o al menos cierta esperanza.

Una singular excursión establecida con una ceremonia nupcial y sala de baile que de pronto se convirtió en «un fogoso torbellino de cuerpos que vibraban…». La juventud se entusiasmaba.. Edith al verlo sintió no poder hacerlo, pero insta al teniente que baile, incluso se sintió feliz de estar allí. Otra entrevista con el doctor Cóndor vino a echar por tierra esa esperanza que sentía. El caso de Edith no se podía aplicar a los métodos que venían sucediéndose en la medicina, y además le espeta: «la compasión es algo condenadamente difícil» y no tiene buen final. Le insta a que sujete «las riendas a la compasión». La piedad, le dice con energía se puede ver con doble vertiente: «una, la débil y sentimental, no es más que la impaciencia del corazón por libarse…». La otra, la única que cuenta…, la compasión no sentimental, sino creativa, sabe lo que quiere y está decidida a resistir, paciente y sufriente» (…) «Es mejor la verdad. por cruel que parezca: en la medicina, el bisturí es a menudo el método más incruento. ¡No lo aplacemos más!».

Después de una ardua discusión entre el teniente y Edith, incluso desafiante, se disculpan. Prosigue, ahora pacífica, la conversación. Pero hay un momento en que suelta Edith: «¡No puedo soportar por más tiempo este eterno esperar! La atracción de los ojos pudo más y se inclinó («rocé, ligero y fugaz, su frente con mis labios«). Las manos de Edith «como garfios, me cogieron por las sienes antes de que pudiera apartar la cabeza y bajaron mi boca de su frente a sus labios, que apretaron los míos con tal ardor, avidez y ansia…». El sentimiento tomó cuerpo: «Nunca en toda mi vida he vuelto a recibir un beso tan salvaje, tan desesperado, tan sediento como el de esa niña inválida». Edith quedó hechizada y no le dejó hasta le atraía con fuerza, le besó las mejillas, la frente, los labios «con una codicia furiosa y a la vez desmayada«. El ardor, la fuerza de los besos, fue lo fundamental; atrás quedaba todo. Necesitaban ese desahogo. Es cuando el teniente comprendió que Edith quería, ansiaba, ser «deseada», más allá de enfermedades o sinsabores que acontecen. El quiero que me quieras es una necesidad humana. De todas formas, el teniente terminó como aturdido, sin una determinación clara. La huida era una ventana abierta, ¿pero era posible, a pesar de que creía que era «un amor insensato»?

Se extrañó de que tuviera una carta tan pronto con dieciséis páginas, «a vuela pluma con mano excitada… (…). Como la sangre de una herida abierta, las frases fluían imparables, sin párrafos, sin puntuación, una palabra desbordada». La carta era de Edith en la que mostraba su amor («ardía mi corazón por ti«), y sin embargo piensa que una «criatura inválida no tiene derecho amar». Varias veces repite «amado mío». Su impaciencia «y ansia de curar eran tan locas que en ese instante en que te inclinaste sobre mí ya creía, ¡creía de veras, creía sinceramente y enloquecidamente ser esa otra, esa nueva, esa sana! La expresión que inundó el alma del teniente «¡solo para ti!¡Solo para ti!» quería curarse, le desbordó de emoción. Exigía que volviera («me regales una hora de tu tiempo»). Y así fue leyendo página tras página con ideas que desgranaba como que no tuviera «ninguna compasión», «no hay día ni noche sin ti», «solo pienso en ti«, «no puedo seguir viviendo si me niegas el derecho a amarte». Leía y releía. Pensaba en la carta continuamente y en la desesperada angustia de Edith. Y en el plazo de dos horas halla encima de la mesa otra carta. Pensó no leerla ante el miedo «por esa pasión insensata y maldita». Ante su sorpresa , la carta solo contenía diez líneas sin encabezamiento: «Destruya inmediatamente mi carta anterior. Estaba loca, completamente loca«.

Ante tantos percances no podía seguir así; tenía que solicitar mi renuncia en el acuartelamiento y luego sería libre. Piensa, de nuevo, en las dos cartas («no podía soportar ser amado en contra de mi voluntad» .»¿Qué importa que una desconocida me ame?»). Ya no le importaba si se cura o no, quería huir. Su marcha estaba decidida por encima de todo. De pronto se acuerda del doctor Cóndor. Y es esta la persona que le convence de lo contrario; echa por tierra con argumentos su huida; eso le llevaría al asesinato de la única persona que se ha enamorado perdidamente de él; solo le pide ocho días; de lo contrario, llevaría en su conciencia toda la vida la crueldad de una muerte. No se podía quitar de la cabeza «que no debe sentir como siente». ¿Que no debe amar si ama? Esto sería lo peor. En ningún caso que ponga los pies en polvorosa después de haberle mostrado una feliz compasión. Sería como un «crimen vil contra un ser inocente, que se ha enamorado con pasión de usted. Para convencerlo le narra su matrimonio con una ciega y no se ha arrepentido de su elección. Ante la persistencia de que es absurdo, que está muy lejos de esa querencia e insiste en que su petición de renuncia de su trabajo la tiene en el bolsillo. La respuesta no se deja esperar si usted lo hace, sería «una sentencia de muerte para la pobre niña«. La fecha de ocho días lo aceptó e iría a verla; ocurrió de todo, incluso una ardiente y súbita compasión. Te tienes que dejar amar por ella, revoloteaba por su cabeza. A los tres días no podía aguantar, era «un tormento». Había que resistir, mantenerse. Y Edith, harta de mentiras. Él solo, el teniente podía ayudarla volaba por todos los pensamientos. El momento en el que parecía clave se inclinó «con rapidez hacia ella» y la besó en la boca («Ese fue mi compromiso matrimonial»). «Sus labios tomaron los míos como se toman un regalo». Para completar esa querencia se deslizó por el cuarto dedo un anillo. La felicidad cayó a raudales. El milagro se aposentó, parecía como si quisiera andar sola, sin muletas. No se produjo, y ante el miedo » a la impaciencia de ese corazón salvaje, miedo a esa desgracia ajena», se plantea huir otra vez. Su conciencia de ese compromiso era «si se cura».

Los acontecimientos se anteponen a todo; de nuevo, deshonra, el qué dirán, la cobardía, su nuevo traslado, ansiaba hablar con Cóndor, su conciencia se lo exigía, y aunque no devoto se lo pedía a Dios que el médico estuviera en casa. No pudo ser. Tampoco llegó a tiempo el telegrama dirigido a Edith. La impaciencia de su corazón, no «quiso esperar ni un día, ni una hora…, llevó a cabo lo espantoso».

Es el final el que corona la obra después de tantos hechos que nos concierne: Pero desde esa hora vuelvo a saberlo: ninguna culpa está olvidada mientras la conciencia guarde noción de ella.

Coda: no olvides, si te ha servido, colaborar con un «bizum», aunque sea módico, al 637160890. Llevo pagando la página abierta quince años, y más de 300.000 personas se han servido ; es la primera que pido tu donativo. Al final de año, informaré de lo recaudado. Gracias.

Zweig, S., Impaciencia del corazón. Madrid, Cátedra, 2025, 443 págs.Cantando sobre el atril by Félix Rebollo Sánchez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 España License