Por una noticia me entero de una poetisa que desconocía : Elvira Sastre. Raudo, leí La soledad de un cuerpo acostumbrado a la herida. Percibí en el título que eran sus primeras espigas poéticas, y en ellas me enfrasqué, y-no lo son-. He leído el libro con delectación, serenidad y arrobo de un tirón. Hay una palabra que lo recoge todo, lo envuelve: emoción, ya desde el primer poema titulado «Libre».
El dístico «Quería que supieras / que mi daño es algo que solo elijo yo» del primer poema lo marca. Advertencia nítida; cuando terminas de leerlo te quedas en silencio, y piensas que esto puede suceder, que la vida está encarnada en la poesía; petrificado quedas ante «porque irse en silencio hace más ruido»; el diálogo se entrevé, pero en el último verso la claridad te inunda, «y yo ya he pasado de canción».
La lucidez del segundo poema te enternece: «La soledad es mirar a unos ojos que no te miran». ¡Qué bien!, cómo describe la hondura con precisión absoluta, con clarividencia que antes había advertido: «Y así con el dolor de lo inevitable,/ recogerás con el dedo la misma lágrima / que hoy me quitas / y volverás a dejarla sobre mi rostro, / esta vez / en la otra mejilla». Da igual que haya o no sucedido, la impronta está ahí junto al desgarro que clama herida. No puede ser ensueño, desvarío, es la poesía hecha carne amorosa. Es «el espejo,/ y el silencio, / la cama vacía. / La pregunta que solo es pregunta».
Deslumbrado llegas al final y sientes que te falta algo; y comienzas otra vez para que no se pierda brizna de sentimiento, de otredad, de rasgo amoroso, de espejo en el que te ves, no para jugar a ser sino para decírtelo, para envolverte, para emborracharte de luz celestial; no puede ser que las olas oculten las palabras y digan que voy de vuelo, y el vacío lo ocupe todo, mejor el silencio salvífico en receptáculo abierto sin ventanas aunque no suficiente, pero » es el único que sabe cómo pedirte / lo imposible». Así, verso a verso, Elvira desgrana con una belleza que te acoge el «no me dejes a solas» en el que el dolor subyace, pero también el gozo.